Anomalías cumple un año.
El 30 de noviembre de 2016 Anomalías echaba andar con una reflexión que discrepaba con la propuesta de feminizar la política defendida entonces por algunas feministas del entorno de Podemos. La deseada feminización se ligaba a la teoría de cuidados, teoría que asociaría a las mujeres con determinadas cualidades ligadas al cuidado de los otros. Un año después, un artículo de Isabel Serra y Beatriz Gimeno, con el que no puedo estar más de acuerdo, sostiene que un objetivo más preciso sería despatriarcalizar la política, en lugar de feminizarla. Relacionado con todo ello, quiero compartir una experiencia de carácter personal.
Una experiencia fantástica
Me remontaré a mis recuerdos sobre la toma de conciencia de mí misma que tuvo lugar siendo muy pequeña y aún ajena a posibles diferencias esenciales entre masculino y femenino, experiencia de la que guardo un recuerdo bastante nítido.
Estando una tarde en la siesta sin ganas de dormir (tortura de todo niño/a de corta edad) me distraía mirando las sombras que se proyectaban en las paredes y en el resto de la habitación cuando me sorprendió ver mis propias piernas formando parte del entorno que me rodeaba. Pero enseguida caí en la cuenta de que a pesar de estar lejos de mí, esos pies situados al final de las extremidades también eran yo. Me los quedé mirando asombrada y comprobé que se movían a una orden mía… pero sentí extrañeza por el hecho de que formaran parte de un yo que me parecía residir en la cabeza.
Observé después mis manos que, sin embargo, podía acercar hasta mí. Hasta mí, me repetí. Hasta yo. Y me estremecí al comprender que yo existía y tenía un perímetro claro que me separaba del mundo exterior y que ese yo tenía que ver con mis pensamientos o mi mente que residían en la cabeza, pero también con un cuerpo que se extendía por aquí y por allá.
No lo llamé conciencia, pero acababa de tener una experiencia alucinante, una experiencia mental y física a la vez. Acababa de hacerme consciente de mí misma y por ende, consciente de tener un cuerpo concreto y también de ser humana. Porque casi a la vez, comprendí que yo era yo y que formaba parte de lo que los mayores llamaban humanidad. Eso hacía que yo fuera, por tanto, una persona. Y por cierto, una persona entre personas.
Ninguna de las palabras que me definen tiene género.
Mucho tiempo después, encontré el relato de una experiencia similar de una niña alemana que Eric Fromm describía en su libro El miedo a la libertad y supe que esa experiencia no respondía a un simple entretenimiento infantil sino a algo que tal vez poseía un sentido.
Así, incluso antes de los 5 años, ya sabía que yo existía como algo independiente del mundo y que ese yo residía sobre todo en la cabeza que era donde se piensa y donde se dan las órdenes. También sabía que era una persona.
Y quizá tuve suerte porque ninguna de las palabras de ese fascinante proceso contenía marca alguna de género: yo, mente, pensamiento, cabeza, cuerpo, persona, humanidad. Puede que por eso, en lo esencial, yo tampoco tuviera género a esa edad.
Como es natural, sabía que había niños y niñas, hombres y mujeres, pero también negros y blancos, rubios y morenos, gafotas y no gafotas y me pareció que el género, como otras dicotomías, solo se manifestaba como una circunstancia que comparada con mi experiencia increíble, tenía poca o nula trascendencia.
Feminista antes que niña.
Por eso ocurrió que antes que niña (femenino de niño) tuviera que hacerme feminista ya que me di cuenta muy pronto de que esa circunstancia en apariencia poco trascendente era esgrimida por los mayores para cometer injusticias. De hecho, al tener un igual con el que compararme que era mi hermano, fue imposible que no advirtiera que sobre mí y no sobre él recaía, por ejemplo, la obligación de ayudar en la casa además de variopintas y añadidas restricciones de libertad. Cuando pregunté por qué ocurría eso, los mayores se limitaron a decir que porque era una niña.
Pero como yo era una persona y mi hermano también, me negué a aceptar tal argumento que amparaba injusticias que me fastidiaban mucho y que al principio creí propias solo de mi familia…
No tardé en comprender que se trataba de algo mucho, mucho más gordo.
Luego leí, observé y supe; pero eso es otra historia.
El hecho de ser mujer ha sido determinante en mi vida, pero no por ser como soy.
Nunca he sentido la necesidad de reflexionar sobre mi identidad o mi esencia comparándola con las de hombres, negras, indígenas, disléxicos o cuantos grupos humanos nos apetezca categorizar. Ni creo que ellos/as lo necesiten *. Lo que es seguro es que yo no necesito ser distinta o igual a nadie ni medirme por las diferencias. Como ellos o ellas, sencillamente soy.
Tampoco creo ser heredera directa de las mujeres oprimidas con sus valores o contravalores gestados en esclavitud. De hecho, descarto que esas cualidades, o en su caso defectos, vengan incluidos de fábrica en las mujeres. Cuando nací, desconocía el sufrimiento de mis antecesoras como desconocía otros muchos sufrimientos humanos.
Aunque no por eso dejo de ser consciente de que el hecho de ser mujer ha sido determinante en mi vida, pero no por ser como soy (o como he ido siendo según los yos cambiantes y contradictorios que todos arrastramos a lo largo de nuestra vida), sino por la rabia que siento ante la injusticia que pesa sobre las mujeres de ayer y de hoy, por la dificultad y a veces imposibilidad de conseguir logros que son normales para los hombres, por el miedo a ser agredida o ninguneada al ejercer mi libertad….
Por razones como esas me rebelé contra la dedicación a los cuidados que asumieron mi madre y mi abuela, que el sistema patriarcal les adjudicó como mujeres. Yo fui beneficiaria directa de esos maravillosos cuidados y también por eso las amé. Pero ni me parecía justo a mí, que renegué de ese determinismo de género, ni les parecía justo a ellas, en especial a mi madre que, al trabajar fuera de casa, conoció las oportunidades de una vida más allá de lo doméstico.
El empoderamiento no llegará buceando en las procelosas aguas de la identidad
Agradezco a mi madre, pero también a mi abuelo que, a pesar de las contradicciones, nunca me hicieran creer que yo era menos que ningún hombre. Al contrario, ambos dedicaron su vida a inculcarme la idea de estudiar por el gusto de saber, de crear por el gusto de disfrutar y de ser independiente por encima de todo.
Por eso sé que el empoderamiento de las mujeres nunca llegará buceando en las procelosas aguas de la identidad femenina, una identidad que no consigo ver sino como un constructo ligado a la opresión que trata de mantenernos subalternas y ensimismadas en nuestra diferencia.
La fuerza que necesitamos para oponernos al patriarcado llegará de la mano de la libertad para elegir nuestros valores como individuos, de la solidaridad y la cooperación propias de la lucha feminista y de la toma de conciencia de que antes que mujeres, y por encima de todo, somos.
* Por cierto, no consigo imaginarme a ningún hombre buceando en sus diferencias en busca de su identidad masculina.