Hace tiempo, en una cena de carácter profesional a orillas del río Paraná, sentados a una mesa donde yo era la única española, surgió el tema del “Descubrimiento”. Mis colegas se pronunciaron con prudencia, incluso alguno argumentó piadosamente que, después de todo, los hechos de hace 500 años debieran juzgarse con ojos de hace 500 años.
Así que por un momento me quedé pensando en esos ojos, en los ojos elegidos para mirar, comprender y juzgar.
Y tratando de sintetizar simbólicamente los dos polos de la Conquista, pensé en la mirada del descubridor Cristóbal Colón que no debió coincidir mucho con la de Fray Bartolomé de las Casas ya que mientras el primero estaba del lado de los esclavistas, el otro, defendió el estatus indígena de persona y denunció sin descanso las atrocidades cometidas contra ellos en nombre de Dios .
Pero de lo que no se habla, al menos por estos pagos (véase España), es de la mirada de los propios indígenas, seguramente porque, como es bien sabido, la historia la escriben los vencedores.
Y tratando de acercarme a esa otra mirada, me pareció reveladora la magnitud de la resistencia indígena a la Conquista que se concretó en innumerables batallas con miles de muertos que se sucedieron de la toma de Tenochtitlan a la batalla de Arauco contra los mapuches pasando por la resistencia del Incanato contra Pizarro que terminó con la Desbandada de Cajamarca y el apresamiento del Sapa inca Atahualpa Yupanqui.
Igualmente reveladora (incluso más) me pareció esa otra resistencia, silenciosa, tenaz y pacífica que se opone o convive con los valores del conquistador que pervive hasta nuestros días.
Pero para terminar de dar forma a mi respuesta junto al enorme río americano, recordé dos experiencias personales sobre las que había pensado a menudo.
Foto de Edgar Chacach
La primera de ellas tuvo lugar en la Iglesia Parroquial de Santo Tomás de Chichicastenango (Guatemala), construida sobre un sitio prehispánico, en cuya escalinata coronada por el fuego maya me senté un día a oler, a sentir y a tratar de descifrar los arcanos de ese mundo antiguo y nuevo, pasado y presente con que se expresa el sincretismo más luminoso que haya conocido. Cada grada de la escalinata que da acceso a la Iglesia representa un mes del calendario maya y sirve de templo florido para los periódicos rituales indígenas. En el interior, los altares paganos conviven con los de San Sebastián o Santo Tomás sin otra diferencia que la que resida en los corazones de los que, como yo misma, buscan paz y consuelo en ese enigmático recinto, mágico y sagrado.
La segunda experiencia tiene que ver con la Capilla del Hombre creada en Quito por el maestro Guayasamín y en especial con su obra “Potosí, en busca de la luz y la libertad”. ¡Cómo ignorar que el nombre de ese lugar boliviano se usa en España para referirse a algo valioso! “Vale un Potosí”, se dice de alguien adornado de innumerables cualidades. Pero qué distinto es el significado de la pintura que recuerda la masacre indígena perpetrada de forma especialmente horrenda durante el mandato del virrey Francisco Álvarez de Toledo. Una pintura que vuelca en dolorosa y poética expresión la desesperada búsqueda de la luz de los mineros que elevan los brazos desde las tenebrosas minas de plata en las que encontrarían la muerte quince mil de ellos. Quince mil personas entre ancianos, niños y niñas ciegos por no haber visto desde su nacimiento la claridad o jóvenes sin futuro aplastados por los derrumbes, cuyas vidas en condiciones infrahumanas estuvieron dedicadas a cavar eternamente en la oscuridad.
Y después de recordar todo esto, estuve por fin en disposición de responder, de expresar mi desacuerdo con el colega que alegaba que los ojos del presente sirven (solo) para juzgar el presente. Mi argumento se basaba, en cambio, en pruebas de que hay realidades básicas del ser humano por las que el tiempo no pasa tan fácilmente. ¿O acaso el posicionamiento de órdenes religiosas , acalorados debates o promulgación de leyes oponiéndose al maltrato indígena no demuestran que hace 500 años había ya una clara conciencia del mal que se causaba? Y por otro lado, ¿acaso la firme resistencia indígena ( violenta o pacífica) no demuestra que nunca (ni siquiera hace 500 años) hubo por su parte normalización, acatamiento sumiso o aceptación de un destino subalterno?
Soplaba una brisa agradable, mi amistoso colega sonrió dándome la razón. Lo suyo era solo un intento de ser cortés. Lo mío, la necesidad de hacer justicia con mis recuerdos americanos.