Quiero comenzar diciendo que el contenido de este artículo, que en cierto modo reflexiona sobre el propio blog, responde a una visión estrictamente personal y me disculpo de antemano por utilizar un plural que tal vez solo existe en mi imaginación.
Según esa visión, cuando hace unos años empezamos este blog, le pusimos el título que le pusimos porque pensábamos que la opinión libre acaba por expresar anomalías, pero un tipo de anomalías saludables si sirven para avanzar en conocimiento y libertades.
Por aquel entonces, enarbolábamos la opinión como un territorio de libertad recordando, quizás, unos tiempos de juventud de la época franquista en los que razonar y expresar lo que se pensaba, y hacerlo por escrito, podía costar muy caro.
La década de la postverdad.
Lo cierto es que en los momentos de la década pasada, mientras ideábamos Anomalías, ya estaba en ascenso un fenómeno que ponía en jaque la deontología más elemental propia de la pluralidad de los medios de comunicación, señas de identidad de las democracias avanzadas. Me refiero al fenómeno de las fake news y la postverdad, un fenómeno muy anglosajón (aunque no sólo) que acabaría por contaminar el mundo occidental (aunque no solo) demostrando que la mentira podía ser muy rentable para la derecha más distópica.
Y esa derecha, como siempre en representación de los poderes económicos a los que sirve, se apresuró a aplastar los modestos brotes verdes democratizadores que habían surgido con la globalización y cortar de raíz las voces críticas con el capitalismo aparecidas tras la crisis financiera de la década anterior, la enésima crisis capitalista de consecuencias terribles para millones de personas.
Para conseguir aplastar esas voces, el nuevo fenómeno utilizó de forma sistemática los medios de comunicación (analógicos y digitales) para, pervirtiendo la libertad de expresión, difundir mentiras evidentes pero muy efectivas.
En ese contexto convulso y cambiante, los amigos y amigas que iniciamos este blog, decidimos crear nuestro propio espacio bloguero para dar rienda suelta a nuestra peculiar forma de analizar, comentar y pensar la realidad. Empeño al que se unió sabia nueva poco después.
Pero el triunfo del Brexit en Reino Unido y de Donald Trump en EEUU resultaron ser la demostración palpable de que la polarización social generada por las noticias falsas difundidas de forma agresiva por tierra mar y aire, había dado sus frutos; y ya no pudimos negar que habíamos entrado de lleno en la era de la postverdad.
Ante semejante embate, Anomalías quiso distanciarse de esa legión de opinadores que fabricaban sin rubor las mentiras más convenientes para los intereses de quienes les pagaban. Y fue entonces cuando abandonamos nuestro bienintencionado slogan inicial (La opinión es nuestra libertad) y, personalmente, inicié una reflexión profunda sobre el territorio de la frontera, un lugar en el que habitar frente al blanco o negro, en el que convivir entre lo bueno y lo malo, aceptando la idea del pacto y renunciando al empeño de verdades y sentires individuales.
A pesar de todo, aún tuvimos algo de tiempo para escribir lo que nos vino en gana a la vez que buscábamos en el pajar de lo correcto, la aguja de la disidencia.
La lectura de aquellos artículos inocentes y osados sobre, por ejemplo incubadoras humanas, me hace pensar en cómo se ha contaminado desde entonces la libertad de expresión y cómo la polarización provocada desde el poder en beneficio del poder ha sido posible gracias a esa perversión.
Una polarización que en España conocíamos de primera mano gracias a Rajoy el mentiroso, que la propició desde su personal factoría de falsedades inventadas en las cloacas del Estado y divulgadas por medios afines y periodistas comprados. Así se llegó a episodios de corrupción nauseabundos junto a un desprecio descarnado por las instituciones democráticas que condujeron al país a una peligrosísima lucha de buenos y malos en Cataluña.
Por entonces, la derecha ya contaba con la llamada ley mordaza que penalizaba las críticas de cantantes, titiriteros y comediantes mientras favorecía a los medios de comunicación manejados desde el Estado. Una ley que, por cierto, sigue vigente desde entonces.
Cambio de década: pandemia y guerra
No obstante, con el cambio de década parecieron llegar cambios esperanzadores. España conseguiría en 2020 formar un gobierno de coalición de izquierdas mientras un año después, en EEUU, el partido de Joe Biden asumiría la presidencia del país tras repeler a duras penas el intento de golpe antidemocrático de los negacionistas y demás mentirosos.
Pero para entonces, ya había aparecido en nuestras vidas una nueva catástrofe, en este caso una pandemia provocada por un virus bastante letal capaz de colapsar los sistemas sanitarios de los países, lo que provocó millones de muertos en el mundo, mientras otros millones, hijos de la postverdad, discutían su existencia abrazados a ese creciente negacionismo que nos retrotraía al pensamiento medieval.
Durante unos largos meses, el mundo se aletargó encerrado en los límites de lo domestico mientras muchos albergábamos la ilusión de salir éticamente renovados y con una sanidad pública reforzada. Pero no tardaron en olvidarse los muertos, en su mayoría personas mayores o pertenecientes a culturas lejanas y, a pesar de que en EEUU y España gobernaban ciertas formas de izquierda, no tardaron en aparecer nuevas amenazas.
Y como si de los jinetes del Apocalipsis se tratara, le llegó el turno a la guerra. Una guerra que comenzó con la invasión rusa de un país vecino con el que, en el pasado, había compartido tanto. Una guerra también promovida por la administración Biden cuyo éxito sobre Trump habíamos aplaudido en su momento. Una guerra apoyada en España por amplísimos sectores de la población y del poder, con la tibia oposición inicial de los herederos de los indignados en el gobierno .
Es cierto que la OTAN acorraló a la Unión Europea forzándola a tomar partido contra quien había enviado sus tanques a invadir un país soberano. Pero el campo de batalla ni estaba en la UE ni en EEUU ni en un país de la OTAN ni en la cada vez más autoritaria Rusia. Como siempre, el campo de batalla estaba en otro sitio.
Tras Afganistán, Iraq, Siria o Libia, le había llegado el turno a Ucrania.
Pero en esta ocasión, Occidente aprovechó para impulsar un relevo de sectores económicos en busca de contextos propicios para un enriquecimiento extraordinario. De los beneficios extraordinarios del sector farmacéutico, se pasó al armamentístico y al energético. Y de paso, a rediseñar la geopolítica global.
Con el cambio de década, todos querían más.
Y como ocurre con todas las guerras, en el mundo de la comunicación se impuso la propaganda sobre cualquier posibilidad de información veraz.
Porque de lo que se trata con la propaganda no es dilucidar las razones ocultas de las guerras ni poner en evidencia los intereses en juego a costa de víctimas inocentes, sino de someter la capacidad crítica de la ciudadanía para que no se produzcan oposiciones indeseadas. Así que, de nuevo, se impuso la lógica de buenos y malos; del blanco o negro, del conmigo o contra mí.
Un vuelta de tuerca difícil de rechazar por poblaciones exhaustas tras una estresante pandemia global. Unas poblaciones ya acostumbradas a convivir con el retroceso de una clase trabajadora desactivada por el populismo, el debilitamiento de los principios democráticos, la negación de la realidad y un fuerte desprecio por las evidencias científicas.
Guerras culturales
Una década en la que se habían ido imponiendo en las universidades anglosajonas unas teorías con supuesta vocación trasformadora ( las teorías queer) que reivindicaban una nueva pluralidad de identidades sexuales basada en la subjetividad de cada cual que, sin embargo, solo podía cumplir las expectativas de ciertos colectivos si se borraba la existencia real de las mujeres. Sobre todo cuando algunos ellos (nacidos XY) querían ser ellas (todas las nacidas XX) ya que si ellas eran mujeres reales con su biología y todo, ellos no podrían ser hegemónicos de lo femenino.
Y esto ocurría, sospechosamente, en pleno auge del feminismo, cuyo sujeto político son precisamente esas mujeres en cuya existencia biológica, es decir, su existencia real, se apoya el patriarcado para sus fines. Un detalle que pone en evidencia la importancia capital de la biología en este asunto. La importancia de incidir en la definición objetiva y universal de mujer frente a su sustitución por una supuesta identidad femenina, de dudosa existencia.
Así que nos encontramos con unas teorías presuntamente liberadoras que, con el patriarcado más retrógrado, insisten en cargar contra la biología de las mujeres, como demuestra la manera en que sus seguidores se refieren a ellas, a nosotras, llamándonos personas menstruantes, uteroportantes y otras lindezas despectivas y humillantes por el estilo. Cosa que, por cierto, llegó a hacer el Ministerio de Sanidad de este país en algún comunicado sobre salud femenina, bajo el mandato de Carolina Darias.
Y tirando de ese hilo misógino y de la irresistible atracción por el género de ciertos colectivos del espectro LGTBI, los teóricos de lo queer deciden que género y sexo son lo mismo. Como si poniéndose tacones (y demás símbolos de una supuesta identidad femenina) pudiera cambiarse de sexo.
Y es que lo que esta nueva ideología pretende que creamos es que ser mujer es un sentimiento sin correlato con realidad biológica alguna. Que ser mujer consiste en sentir no sé qué cosa que te impulsa a ponerte tacones y pintarte la uñas. O ponerte un velo, supongo. Es como si ser español, por poner otro ejemplo identitario, dejara de ser una cuestión de pasaporte (algo objetivo y real) para convertirse en un sentir que nos obligara a identificarnos con las parafernalias sentimentaloides del nacionalismo patrio.
Pero esta ideología no podría haberse expandido tanto si nuestras sociedades hubieran mantenido el respeto por la razón y la ciencia en lugar de entronizar el relato como fuente de conocimiento para todo. Así hemos llegado a un punto en que teorías capaces de afirmar que existen cuerpos equivocados se empeñan en un neolenguaje limitante y sectario con el que imponerse en las guerras culturales.
Unas guerras que, borrados a parte, arremeten contra la declaración universal de Derechos Humanos para crear derechos a la carta, según gustos y deseos diversos. Gustos, a menudo contrapuestos entre sí, fruto de un eje-fuerza supuestamente progresista llamado diversidad.
Y en ese crecimiento exponencial de diversidades, identidades y gustos individuales, el movimiento LGTBI tuvo que introducir un + para dar cabida a la variadísima cantidad de tendencias sexuales que reclaman su lugar, en un totum revolutum donde genero, sexo, orientación sexual o sexualidad dejan de distinguirse.
Y en el fragor de esas guerras culturales cada vez más agresivas, se fortalece un feroz individualismo narcisista que hace de la subjetividad el único referente válido. La solidaridad se difumina y la desconfianza acaba por anidar entre los diferentes grupos llamados a despertar de sus cadenas específicas. Hablamos de gitanos, gordos, trans, homosexuales, viejos, negros, ciegos, mujeres racializadas, bisexuales, lesbianas,… y muchísimos más, naturalmente.
Semejante fragmentación cuestiona de facto la unidad de luchas más necesarias que nunca como las de la clase o el feminismo. Este último, antes capaz de aglutinar a todas las mujeres bajo la misma bandera, aparece ahora dividido. Porque ya no se puede hablar de feminismo. En el neoleguaje de la diversidad hay que decir feminismos. Un plural que delata su tendencia a un enfrentamiento de unas contra otras que ya ha dado sus frutos.
El caso es que la izquierda, consciente o no de los peligros del nuevo becerro de oro de la diversidad, acaba rindiéndose a su aparente modernidad. A su aparente apoyo a los discriminados.
De manera que, mira por dónde, ese espíritu postmoderno surgido hace varias décadas para neutralizar las ideas ilustradas y marxistas, encuentra el modo de entrar en política a lo grande de la mano de la izquierda más indignada. Lo cual no deja de ser paradójico, habida cuenta de su marcado carácter neoliberal y capitalista.
La era de la cancelación
Pero centrándonos en el tema de la libertad de expresión, es importante señalar que esa entrada en política de las teorías de la diversidad viene precedida de una actitud muy agresiva contra la crítica, actitud que viene a sumarse a los males que ya aquejaban, y de qué manera, la libertad de expresión de nuestro mundo.
Y ahora lo hace bajo el signo de la cancelación, el odio, el señalamiento o la descalificación de quien osa disentir, criticar u oponerse, como en el caso de las feministas radicales, a las que se tilda de viejas, puritanas o ultraderechistas. Mientras, se pone en marcha una feroz persecución académica y laboral que deja sin trabajo a personas que piensan diferente o amordaza carreras brillantes, investigaciones rigurosas, periodismos honestos o creatividades libres.
Ante el temor a ser señalados, se expande de forma acrítica como una plaga una ideología negacionista y subjetivista que la publicidad de las grandes empresas se apresura a consagrar para mayor regocijo de la industria farmacéutica.
Surgen comités editoriales para vigilar lo que se escribe, censurando cualquier publicación que pueda herir alguna de las múltiples sensibilidades woke (término acuñado en EEUU) recién despertadas.
Se exige airadamente la reescritura de libros, el cambio de título de los ya publicados o la desaparición de obras de arte. Decenas de autores son demonizados en lugar de ser simplemente criticados. Incluso se dictan leyes que incluyen en su articulado un castigo específico por criticar la propia norma, como es el caso de la ley trans recientemente aprobada en España.
Se tratan de imponer la elección de pronombres bajo amenaza de ser tildado de LGTBIfobia. Porque todo el que no acepte este nuevo orden de correcciones imposibles y contradictorias es acusado de padecer algún tipo de fobia, bien sea blanca, occidental, imperialista, heterosexual, puritana o ultraderechista. Toda disidencia se cataloga como fóbica y debe ser castigada.
Porque ya no puede haber más izquierda que la woke ni más feminismos que los trans. Una ola de nuevas censuras y autoritarismos dogmáticos se extiende por Occidente, esta vez de la mano de aquella izquierda heredera del 15M.
No vamos por buen camino
Y llegados aquí debo decir que el camino se ha equivocado y mucho.
Que contra las discriminaciones, sean del tipo que sean, la mejor lucha se fragua en la unidad, el acuerdo, la confluencia, la solidaridad, la dialéctica y no en el enfrentamiento y el sectarismo. Porque a estas alturas las personas de izquierdas, todas las personas de izquierdas, solo podemos aceptar que todos los seres humanos somos iguales en dignidad y derechos y que en ese sentido esencial, no hay diferentes.
¿Era necesario dividir y fragmentar para poder decir esto?, ¿era necesario crear una capa más de represión sobre el pensamiento crítico?, ¿es ético tratar de expulsar a las mujeres de la palabra que las nombra desde hace miles de años para reforzar el genero patriarcal en lugar de abolirlo?
¿Es necesario construir en torno a la diversidad mentiras descomunales para atacar al enemigo común?
¿O es que ya no hay enemigo común?
Porque mucho me temo que esta operación a gran escala de negacionismo y falsedad dada por buena por los que antes denunciaban las fake news, no tiene el objetivo liberador que dice tener. Mucho me temo que no se quiere combatir a ningún enemigo común, sino salvarlo.
Por eso, viendo la deriva de los otrora compañeros de viaje, presiento que tanto mi anterior artículo, El falso nido de cuco, como éste, hablan de uno de los peores momentos para la libertad de expresión de las últimas décadas.
Ese momento en que la realidad se va quedando sola en un barco a la deriva.
Muy acertada descripción del estado en que se encuentra el embrollo de la actualidad.