Un rostro cuya cara está vacía, como si hubiera sido recortada con unas tijeras. Un negro vacío donde podemos ver sentado a un niño pequeño. Una imagen que me inquietó y fue la causa de que me aventurara a visitar en el Palacio de Velázquez la exposición “Autorretrato de otro” de Tetsuya Ishida. Una experiencia hiperrealista con una pintura digna antecesora de Black Mirror.
La primera imagen que me impactó fue la de un hombre atrapado. Pese a su lesión en la pierna no está en un pozo ni ha caído en un socavón. Como si de un plano cenital se tratara vemos que está atrapado entre edificios, prisionero en un espacio urbano despersonalizado que le arrebata su identidad y le deja con su uniforme y un paraguas como única arma de combate.
Es la toma de contacto con el universo en el que me adentro. Uno en el que voy a confrontar cadenas de montaje y de reparación de personas. Humanos que corren en las cintas de la cadena de producción con una mirada temerosa hacía atrás, conscientes de que el más mínimo descenso en el ritmo conllevará su reemplazo. Y es que los humanos son solo meras máquinas, robots que pueden desmontarse cuando dejen de prestar un buen servicio; paquetes que pueden embalarse para su transporte en el metro, o para su envío por Amazon a su dueño. Seres que, eso sí, siguen teniendo derechos. Por ejemplo, pueden alimentarse en lo que se podría definir como “gasolineras de humanos”. Lugares donde a través de una manguera son alimentados de forma rápida y automática.
Es un universo donde los ciudadanos se reproducen como si fueran galletas. Durante toda la exposición vemos muchos individuos, pero, en realidad, siempre estamos viendo el mismo. Un arquetipo desesperanzado, monocromático, frío, con expresiones neutras y una mirada aséptica y vacía. Es la involución fruto de una evolución que solo depara como resultado la subordinación sin límites a una cultura de trabajo que, con suerte, deja algún resquicio para el consumismo y para alguna leve y vacía evasión.
Ciudadanos que son máquinas, o lavabos, o mesas, o parques de atracciones o hombres cucarachas que recogen la basura producida. Ésta última es una imagen que, irremediablemente, me evoca los actuales repartidores de Glovo y me hace pensar que si algún “brillante emprendedor” la viera quizás la patentaría como “el repartidor que pasa por tu casa para recoger los restos de tu comida y así luchar contra el cambio climático y la contaminación”.
La sociedad adulta que contemplamos tiene un antecedente, un sistema educativo cuya función es la coerción social. Tenemos tiempo para visitar colegios donde los niños también están atrapados, vigilados desde las ventanas por figuras tétricas cuya función es velar porque nadie haga algo innovador. Niños en las aulas que también parecen el mismo niño multiplicado. Alumnos lobotomizados de los que lo único que se espera es que marquen en sus máquinas las respuestas correctas que les abran las puertas del mundo de los adultos.
Tras el encuentro con la obra llega el descubrimiento del autor y un hecho que engrandece todo lo visto. La retrospectiva visitada contiene obras realizadas entre 1996 y 2004 por un Tetsuya Ishida que murió en 2005, con apenas treinta y dos años. En apenas una década el autor es capaz de sintetizar toda una carrera artística. En ella nos habla de Japón y sus cambios, pero trasciende del país nipón. Habla de una época, pero consigue interpelarnos hoy, no mucho tiempo después, pero sí varias evoluciones tecnológicas después. Ese es el gran impacto, el que te deja pensando lo que sería capaz de crear el autor japonés si viviera lo que vivimos.