Quiero advertir a los lectores y lectoras de este artículo que considero a Picasso la figura artística más relevante del siglo XX (o casi), además de ser uno de mis artistas favoritos; que no exigiré ninguna cancelación y que de hecho, odio cualquier idea de cancelación.
Empiezo por decir esto para no tener que justificarme por este artículo que, por cierto, tampoco trata de su depredadora forma de relación con mujeres que fueron sus parejas, amantes o esposas.
Solo intento relatar una experiencia personal respeto a la obra de Picasso, una nueva visión inspirada en la exposición de la Fundación MAPFRE sobre Picasso y Julio González a la que tuve ocasión de asistir ayer mismo (Julio González y Pablo Picasso. La desmaterialización de la escultura).
Se trata por tanto de una impresión no demasiado meditada sobre el descubrimiento personal de una nueva dimensión del enorme poder que llegó a atesorar el artista malagueño.
Y no me refiero solo al precio y valoración artística que llegaron a alcanzar sus creaciones, fueran las que fueran. Tampoco a su impresionante ascenso social, económico y artístico que le transportó de escuetos talleres parisinos a instalar su estudio, sus estudios, en el castillo de Boisgeloup, capaz por sí mismo de cambiar la concepción de sus siguientes obras, especialmente las que concernían a la materialidad física, tema de esta exposición.
Me refiero al poder inmenso de ser capaz de imponer al mundo concepciones artísticas ajenas a las que habían perdurado durante siglos en Occidente, capaces incluso de iluminar el imaginario creativo del futuro, ese futuro en el que aún nos encontramos.
No fue el único artista que en esos años apostó por la ruptura o la evolución radical del arte, desde luego, pero fue el más fabuloso de todos y ejemplifica mejor que nadie el poder que el mundo occidental es capaz de otorgar a algunos de sus hombres.
Fue frente a La guitarra, escultura de hierro que se exhibe en la primera de las salas de la exposición, cuando me di cuenta.
Cuando comprendí que solo un hombre blanco podía adquirir semejante poder.
Que solo un hombre podía convertir sus divagaciones, sus juegos creativos, sus intuiciones, sus iluminaciones y obsesiones en oro.
Porque en el súmmum de la arrogancia que pocos como Picasso se atrevieron a permitirse, no era ese mundo creativo el que el artista podía convertir en oro; su mundo creativo era el mismísimo oro.
Y ese oro podía torcer la mano a siglos de creencias artísticas regidas por la norma. Podía imaginar el mundo de nuevo y devolvérnoslo para que solo nos quedara venerarlo.
Lo balbuciente de la obra en cuestión (La guitarra, 1924), su tosquedad, su casi hiriente explicitez consiguieron emocionarme hasta las lágrimas.
Y lo hizo al transmitirme la sensación de encontrarme ante la alquimia del poder (que no del arte, o al menos no solo del arte), esa alquimia que debió poseer en la antigüedad el rey Midas, con el que se ha comparado a menudo al artista.
Y entonces mi mirada iluminó el resto de la exposición con la luz de ese inmenso poder patriarcal, intrínseco e intransferible.
Fue entonces cuando me fijé en las mujeres-modelo y até cabos con la exposición de Picasso /Chanel que también había visitado recientemente.
¿Por qué la insistencia de los artistas en usar mujeres como modelo?, me había preguntado a menudo. ¿Por su disponibilidad a aguantar horas y horas de posado a cambio de unas monedas? Seguro que sí, pero no sólo.
Y entonces vi la mirada de Picasso posarse en el objeto del arte por antonomasia, el cuerpo de la mujer. El cuerpo, un objeto material tan soberbio para un artista como pueda serlo la misma naturaleza… pero mucho más moldeable, manejable…un objeto con el que uno puede llegar a “fundirse” como expone González al hablar de los orificios penetrados (¿o era horadados?) de sus hermosas esculturas inmateriales de hierro.
Por su parte, Picasso identificaba de manera sistemática a sus modelos con sus amantes. O dicho de forma menos poética, se tiraba sistemáticamente a todas sus modelos.
Qué inmenso poder para la imaginación de un artista, domeñar la naturaleza con su pene. Ese pene que de forma bastante reiterada aparece por aquí y por allá.
Y entonces, al sumergirte en la exposición con los ojos del artista, del hombre, ves la gran estafa. No una estafa capaz de cuestionar, al menos por ahora, la genialidad de obras inmensas por su originalidad, osadía y belleza. No la estafa que pone en cuestión el valor de romper con todo y volver a empezar. No la estafa de quien ofrece conceptos magníficos (dibujar en el aire los mapas celestes, inventar la escultura de hierro, su abstracción o su mismísima desmaterialización) como quien reparte cartas en una fabulosa partida de póquer. Ni tampoco la estafa del poder de creación que se exhibe sin rubor en toda su magnitud narcisista.
Me refiero a la estafa patriarcal que asimila ese poder al arte mismo. Al mérito, a la genialidad.
Porque en eso, en cuestiones de poder, el viejo hombre blanco que Picasso representó a la perfección, solo hay espacio para uno y ese uno acumula todo su poder al amparo de siglos protegiendo a los hombres de intromisiones.
Pero siempre ha habido intromisiones floreciendo en otros lugares.
Siempre ha habido mucho más.