Margarete Buber-Newmann y Milena Jesenská, habitantes de la tierra de nadie. Aún tenemos una deuda intelectual y moral con ellas.
Praga, 25 de noviembre de 2019
Margarete fue una dirigente comunista alemana que en 1933, con la llegada de Hitler al poder, se exilió a la URSS esperanzada con la patria del comunismo. Sin embargo, acabó siendo acusada de disidencia y recluida en un campo de concentración en Ucrania.
Dos años después, al calor del pacto Ribbentrop-Mólotov firmado entre nazis y comunistas en agosto del 39, Stalin entregó a Hitler a los emigrantes antifascistas que tenía prisioneros en la Unión Soviética.
En ese lote iba Margarete que fue ingresada por las SS en el campo de concentración de Ravensbrück, al norte de Berlín, donde pasó 5 años bajo el terror nazi pero también amenazada por las comunistas alemanas allí recluidas, que juraron matarla cuando fueran liberadas por los soviets.
En el campo de concentración conoció a la periodista checa Milena Jesenská, colaboradora de la resistencia checoslovaca hasta ser detenida y encarcelada también en Ravensbrück. También ella se había sentido decepcionada con el partido comunista checo, que había abandonado al conocer la misma purga stalinista que precisamente hizo caer a Margarete cuando se encontraba en Moscú.
Milena deseaba poder demostrar al mundo lo que estaba pasando en la URSS y Margarete era una testigo excepcional. Las dos mujeres se hicieron amigas y planificaron escribir un libro titulado La era de los campos de concentración.
La idea era contar la historia de la época más oscura de Europa desde otro punto de vista. Un punto de vista con el que la izquierda tiene aún una importante deuda intelectual y moral.
La checa nunca pudo contar esa historia porque no consiguió salir con vida de Ravensbrück. Margarete sí lo hizo y pudo hacernos llegar al menos el eco de esa historia en un hermoso libro titulado Milena (Tusquets, 1977).
Estas dos mujeres, desde un deseo ardiente de justicia, militaron en el comunismo, pero tuvieron el valor de romper con él cuando comprendieron que nada tenía que ver con el sueño que prometía. Por eso eligieron la libertad, para poder pensar por sí mismas. Pero también lo hicieron para no convertirse en cómplices de los asesinatos y los horribles sufrimientos que no solo el fascismo infringía a los que no acataban las órdenes sin rechistar o a los que consideraba inferiores o distintos.
Y lo hicieron a riesgo de ser tratadas como apestosas traidoras, a riesgo de perder a sus amigos y todo su mundo intelectual, a riesgo quedarse en un inhóspito terreno de nadie, sin la seguridad que proporciona el dogmatismo y el grupo.
Dos mujeres lúcidas, dos mujeres con la valentía propia de los héroes.
Para ellas es este primer homenaje a los habitantes de la frontera, esos con los que me gustaría encontrarme cuando, al caer la tarde, me decida a bajar al río a ver las estrellas.
Río Moldava, visto desde el Castillo de Praga.