Cuestión de tenis y clases

En este mundo siempre ha habido clases y siempre las habrá”. Es una de las numerosas frases a modo de herencia sobre la vida que mi padre me ha legado. Es la frase que reverbera en mi cabeza al salir un año más de asistir a una jornada de tenis en el “Mutua Madrid Open”, un torneo que en su pista central podría rebautizarse como “Mutua Madrid Élite”.

La pista central del torneo de Madrid es una definición casi perfecta de lo que es un sistema de castas. En este caso, la pirámide es inversa y la clase privilegiada no se sitúa en lo más alto sino en la parte inferior. La primera capa es la dominante y se encuentra en la zona baja para disfrutar de cerca del tenis. Toda ella está compuesta por una serie de palcos pensados para que no más de cuatro o cinco personas tengan que compartir un espacio que desde el punto de vista del diseño deja mucho que desear. No piensen que cualquier persona puede acceder al Ibex 35 tenístico, ya que estos palcos no ponen sus entradas a la venta, sino que son propiedad de diferentes empresas que deciden como repartir las prebendas en forma de entrada para “ver el tenis”.

Podría parecer lógico, y más aún en un deporte tan elitista como el tenis, esta primera capa Vip. Ahora bien, en Madrid se riza el rizo y tras una delimitación de la élite, llega una segunda capa de palcos privilegiados, pero de segunda clase. La segunda capa es una especie de equivalente al Senado. Si a éste se destinan muchos de los políticos molestos o a los que se quiere prejubilar, en la segunda capa de palcos se puede deducir que se envía a esas empresas de menor calibre, pero a quiénes se les complace y eleva su estatus al evitarles mezclarse con el público común. Una satisfacción a medias, ya que es frecuente escuchar el comentario de decepción cuando la persona Vip descubre que ha sido enviada a la segunda planta.

Después, con media pista ya cubierta, llega por fin el momento de repartir el espacio entre el público común: la clase que tiene que costear de su cartera su presencia en el torneo.

Privilegios, clases, tampoco es que esté descubriendo la pólvora ni contando algo que no ocurra en otros muchos lugares. La entrada de platea siempre es más cara que el patio trasero. Pero entonces comienza el tenis. Entras en la pista central a ver jugar a la número uno del tenis femenino y te reencuentras con lo que ya conoces: el páramo que son los palcos Vip. Casi es mayor el número de azafatas (obvio, en femenino de falda) que el de personas invitadas que ocupan su asiento.

El páramo contrasta con la multitud. Caminar por las instalaciones de la Caja Mágica es una tarea de dificultad similar a la de caminar por Gran Vía en navidad y conseguir un asiento en el resto de pistas es una batalla digna de Juego de Tronos. Es un modo diferente, más democrático y con un claro aroma a pasión por el tenis. En él puedes sentarte al lado de un señor que ha venido desde Gijón y te relata lo ilusionado que está porque por primera vez va a poder ver a Nadal a la vez que te confiesa como en su testamento ha pedido que entierren con él una pelota de tenis que le firmó Jimmy Connors.

De vuelta a la pista central para ver a Nadal descubres que éste aliciente si es digno de que los Vip dejen por un rato su catering y copa particular y ocupan sus lugares en los palcos. De nuevo, crees que ha vuelto la normalidad y que solo estabas en una posición ideológica defensiva. Pero el partido avanza y tu afán de observación te lleva a mirar los palcos. Allí encuentras personas más pendientes de hacerse la foto para Instagram que de seguir el encuentro, gente en primera fila que comete el mayor pecado capital en el tenis (hablar durante un punto), miradas que no se levantan del móvil (llegas incluso a dudar de si no estará consultando como va el partido en el iphone) o incluso de la revista. Observas lo monocromático que es el dress code de la clase dominante y cómo ésta responde al patrón social: una mayoría comprendida entre los 40 y los 60 años con un claro predominio masculino. En ese momento recuerdas al señor de Gijón y te preguntas cuantas de las personas de los palcos sabrán siquiera quien es Connors.

Nadal se aproxima a ganar con la habitual cadencia con que lo hace en tierra batida y por un momento entras en una ensoñación. Imaginas que en lugar de un tenista millonario el dueño del torneo fuera el señor de Gijón y que propusiera una medida que irónicamente definiré de revolucionaria, un equivalente a subirle los impuestos a la pobre clase media que solo gana 130.000 euros, tal que restringir el número de palcos y permitir que el público que ama el tenis y que compra su entrada pueda ocupar cualquier lugar de la pista. Bendita utopía.

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