¿Cultura, qué cultura?

Elitismo y genio. Parte I.

A veces me pregunto por qué sigo escribiendo. Por qué una escritora entrada en años y sin mucho éxito como yo, sigue dándole a la tecla, como si no hubiera un mañana.

Y creo que es posible que lo haga, paradójicamente, porque la perspectiva de un mañana forma parte de mi imaginario desde siempre.

Pero dejando de lado por el momento esa perspectiva, quiero fijarme en la idea que transmite una frase que me persigue desde hace tiempo y que me parece especialmente demoledora. Es esa que más o menos dice que si no tienes nada nuevo que decir (quien dice nuevo dice bueno, original, interesante o genial), deberías abstenerte de escribir.

Como primera medida, la frasecita en cuestión me parece aterradora  para las lectoras, ya que obras buenas, originales, novedosas o geniales tampoco hay tantas, y tras unos meses intensos de lectura apasionada, nos quedaríamos pendientes de un hilo a la espera de la aparición de esa nueva obra brillante que merezca formar parte del selecto club de las obras maestras.

Y, claro, eso sería el fin de los premios de consolación que nos damos el común de los mortales leyendo obras “menores” entre cuyas páginas nos buscamos, nos entretenemos, imaginamos o sonreímos y entre las que a veces encontramos momentos narrativos, que al tocarnos, nos iluminan.

Pero es que, además de para las lectoras, la idea es demoledora para escritoras que, como yo, se adscriben a la literatura de género, práctica que puntúa poco  en el ranking de las obras maestras, como si se tratara de una cobardía; una forma de rendición sin haber dado la batalla, la verdadera batalla, la única batalla que importa, la batalla del genio.

Aún así, yo ni siquiera podría acogerme a esa forma de derrota, dotada de cierta dignidad por aceptada de antemano. Y no podría porque tengo que confesar que mi afición al género negro no me hace escribir sin ambición, aunque mi ambición nada tenga que ver con la persecución del genio.

La verdad es que, más allá de que escriba porque me da la real gana, lo cierto es que creo justamente lo contrario a lo que proclama esa maldita frase. Creo que todas las personas, tengan lo que tengan que decir y lo digan como lo digan, deberían escribir sin complejo alguno, deberían poder contar y poder contarse.

Y lo creo, porque lejos de considerar el genio de la forma en que lo hace la única cultura que conozco, concedo a las narraciones, a todas las narraciones, el valor incalculable, prodigioso, casi mágico, de expresar lo humano, lo auténticamente humano. (No me resisto a hacer un inciso para expresar en este punto mi deseo de que alguna vez seamos capaces de captar otras expresiones valiosas ontológicamente, que trasciendan el antropocentrismo). 

Valoro enormemente lo que tiene de primigenio esa expresión siempre singular, siempre diferente de lo humano que se nutre de la curiosa característica que hace de cada individuo un ser único y distinto a todos los millones y millones que han existido antes que él y que lo harán después. Un individuo con valor ontológico basado en la singularidad, pero que forma parte, a la vez, de una expresión más global cuyo significado apenas intuimos y sin embargo no dejamos de buscar.

-Único-, repetiría con sarcasmo el autor de la maldita frase al llegar aquí, para añadir a continuación:

-Único, pero vulgar. Único, pero sin gracia, sin originalidad, sin chispa, sin refinamiento, sin estilo, sin naturalidad, sin osadía…

Para concluir con tristeza:

-Único… y sin belleza

Y quién sabe si ese autor finalmente entristecido pudiera tener algo de razón.

Porque, ¿acaso tiene algo de malo pedir el máximo a lo que hacemos?

¿Por qué deberíamos contentarnos, tanto en el terreno narrativo como en cualquier otro, con el primer intento, como si no fuéramos capaces de hacerlo mejor?

¿Por qué, si hemos trabajado con ahínco durante milenios para mejorar, para hacer algo más, incluso para ser algo más, por qué -repito- deberíamos despreciar ese esfuerzo precisamente ahora, tirando por la borda tanto empeño genuinamente humano?

Puede que estas preguntas y otras parecidas sean realmente pertinentes y es posible  incluso que debamos seguir asumiendo la responsabilidad de mejorar lo que existe y lo que somos, en lugar de huir de esa responsabilidad.

Sin embargo, hay algo que me hace pensar que esas preguntas no son mis preguntas.

Y también presiento que no son las preguntas que atañen al imaginario del mañana que debemos hacernos hoy, ni siquiera en lo que concierne a  la literatura o el arte.

La cultura no existe. Parte  II

Las preguntas a las que me refería en la parte anterior, me parecen, en mi propia boca, impostadas, adoptadas como propias sin serlo, como esas ideas que nos han dictado desde los libros de texto de la infancia hasta hoy, ideas repetidas sin que nos demos cuenta de que parecen hermosas por la exaltación emocional que contienen. Y creo que es precisamente en esa “emoción heroica” que el arte nos sugiere donde reside la trampa que nos hace aceptar como sagrada la  propuesta dominante.

Porque, en realidad, yo no creo en esas preguntas como no creo que los seres humanos hayamos construido la cultura con esfuerzo, empeño, perseverancia, dolor y tiempo.

Lo que creo es que la cultura no existe.

Y creo más ajustada la hipótesis de que  la cultura fue abortada antes de nacer y que esa realidad se ha ocultado a la evidencia durante siglos por una trampa más del lenguaje.

Digámoslo claramente, lo que existe es su cultura (no la cultura) y ese su hace referencia al sistema que la ha creado, un sistema que, según el nacimiento, adjudica posiciones desiguales a los humanos, algo que  le inhabilita automáticamente para usar en su favor el determinante la.

El sistema al que me refiero aquí  no es otro que el patriarcado, un sistema de dominación masculina que dibuja un mundo, en este caso creativo, a imagen y semejanza de los hombres, controlado por los hombres con el objetivo de proporcionarles a ellos posición social, sexo, poder, prestigio, admiración pública y riqueza.

Un sistema que durante milenios ha excluido cruelmente a las mujeres de los beneficios de esa cultura sin conseguir apagar con ello su pasión artística, pasión que permitió a muchas  de ellas sobrevivir entre líneas a cambio, eso sí,  de renunciar a cualquier beneficio y, si eso, asumir las consecuencias.

Otras sobrevivieron en  el papel de  ayudantes, mecanógrafas o  musas… y otras más, desarrollando  su obra cambiando su nombre por uno de varón. Finalmente, están las que   dejaban que sus creaciones les sobrevivieran en el anonimato o bajo la autoría de cualquier impostor capaz de robarles  la obra y el nombre.

Pero incluso ahora, cuando el feminismo ha abierto una enorme brecha en el sistema patriarcal occidental  se hace difícil que las artistas se beneficien  de todos los laureles del éxito. Me refiero a cosas como el reconocimiento de valía con el rango de genio o la posibilidad de ser árbitro de esa cultura. Ambas cosas forman parte de las cautelas fundamentales que aún sostiene el patriarcado para que las mujeres no puedan llegar a colocarse en un verdadero plano de igualdad.

Y para ello, para conseguir que el fundamental machista se preserve, el sistema lucha con uñas y dientes para mantener en poder de los hombres la crítica, el jurado, la norma y el modelo. Y por supuesto, el lenguaje (véase el papel de la RAE, institución que actúa como auténtica guardia de corps del patriarcado, amparada en un irritante elitismo machista que pretende disimular su supina ignorancia).

Con el mismo objetivo fundamental, el sistema se apresta a cortar el paso a las mujeres para que no puedan  influir en   su modelo de excelencia, su modelo de genio y por tanto de obra maestra, en cuanto solo los genios son capaces de generarlas.

Un modelo que es la imagen especular de la forma con que el patriarcado hace que los varones se piensen a sí mismos en el mundo. Algo que, por decirlo en pocas palabras, responde al esquema simbolizado por el macho alfa, que el sistema utiliza para todo.

Desarrollar la idea de genio como expresión fundamental del yo machista sería objeto de un artículo por sí solo. Baste aquí proponer al lector que consulte las numerosas listas publicadas en internet sobre los genios de la humanidad y que se ponga a contar.

Será la cultura o nada. Parte III

En fin, el hecho es que aquí estamos las mujeres, sospechando  que no hay muchas salidas y que puede que  la única elección posible bascule entre  su cultura o nada. Porque a esa cultura patriarcal solo puede oponerse la cultura, pero no una cultura feminista, sencillamente porque sería una contradicción en los términos. Afirmar una cultura de mujeres, nuestra cultura, sería dar por bueno el robo primigenio.

Y yo no pienso renunciar. Me han robado la cultura y no me conformaré con menos.

Lo que sí haré, haremos, es redefinir la excelencia patriarcal e ir a buscar genias entre los cientos de mujeres olvidadas, silenciadas, destruidas por la historia de la literatura y del arte.

Así que, a los listos actuales adscritos a su cultura, les recomiendo un poco de calma. Ellos no han mostrado curiosidad alguna por todas esas expresiones gestadas en las sombras de la norma patriarcal  que habitaban su cultura, que pugnaban por emerger para hacerla mas grande, para sacarla de su parcialidad obtusa.

Ahora tendrán que dar un paso atrás y aprender dónde buscar lo nuevo, las obras nuevas y los  nuevos paradigmas, que no es necesariamente en las plumas de sus acólitos aún laureados vergonzantemente.

Si ellos  no lo han hecho cuando pudieron hacerlo, tendremos que ser las mujeres las que empecemos a repartir el título de genias a todas aquellas que al expresarse, sin sumisión a las normas de críticos, académicos, editores  y jurados, desvelen las narraciones que representan las verdaderas novedades de hoy.

En cuanto a los desencantados que afirman que en el arte ya no queda mucho  por decir, yo les animaría a buscar entre lo que desconocen, que es como poco, la voz de la mitad de la humanidad.

Porque lo nuevo, amigos,  no ha hecho más que empezar.

El imaginario de la cultura del mañana. Parte IV

Pero lo nuevo que habrá que considerar para permitir que la cultura se desarrolle por fin no solo surgirá de rescatar el pasado o alentar el presente.

El imaginario del mañana ya no puede consistir solamente en un cambio de paradigma normativo que integre visiones, valores, gustos o rebeldías. El futuro no espera a que se haga justicia y  se está construyendo ya, a la vez que avanzan  las máquinas inteligentes, el big data o la inteligencia artificial.

Personalmente, no imagino el futuro sin que la ecuación que define la obra de arte o el genio abandone sesgos de todo tipo o ignore estas nuevas realidades.

Existe una vasta bibliografía sobre las redes y el crecimiento que su desarrollo aporta al conocimiento humano o a la inteligencia tal como la conocemos. Formas de expresión y de trabajo en red, abiertamente colaborativas, están demostrando el poder de lo horizontal frente al individualismo feroz que late tras la idea tradicional del genio alfa y su elitismo vanidoso.

Cuando el muestreo de los estudios estadísticos está siendo sustituido tanto en el marketing como en la predicción política por el estudio de las poblaciones completas, cuando los algoritmos son capaces de vislumbrar en esa ingente cantidad de datos realidades que sin ellos no seríamos capaces de ver, es posible imaginar que un análisis inteligente de las expresiones de todos los seres humanos nos permita, por fin, conocer en qué consiste lo humano, lo verdaderamente humano y no el sucedáneo de humanidad que nos ha vendido el patriarcado.

Y para eso, créanme, todas las voces son necesarias.

Por eso, sin saber cuál será el lugar que me tiene reservado el esforzado escenario de lo humano, y por si llega a existir  un mañana, seguiré escribiendo cada día.

Alerto aquí ante la posibilidad de interpretar el futuro de manera que, cuando parecía que las mujeres iban a tener por fin  voz y voto en la cultura, se pase  a una especie de anomia donde, una vez más, ellas  dejen de ser nombradas bajo la inmensidad de los datos que se desvanecen en el anonimato.

También alerto contra la posibilidad de interpretar lo que he escrito como una reprobación de la vanidad de las mujeres (o de los hombres). Muy al contrario, defiendo el orgullo de crear (hombres y mujeres de todo tipo) un nuevo paradigma mucho más  libre y despreocupado, que se desarrolle sin las ataduras y el constreñimiento impuesto por los gurús de la cultura patriarcal y capitalista.

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