EEUU, posibilidades y lecciones.

Diagnóstico y  ruido, mucho ruido.

Desde hace unos meses, y salvo  una explosión de rabia contra el gobierno de la Comunidad Madrid, no había vuelto a escribir sobre la pandemia ni tampoco sobre la actualidad. Ni siquiera sobre la realidad. De alguna manera, había asumido la inutilidad de hacerlo, el hartazgo que supone estar siempre en el mismo punto, el de un desgastante diagnóstico estéril.

Por eso no voy a repetirme hablando del sistema ni del lugar que ocupan nuestras desgracias en él. Si he vuelto a este blog, siquiera como tanteo, no es para seguir dando vueltas y más vueltas sobre lo mismo, sino en busca de argumentos para la acción. También, justo es reconocerlo, espoleada por el ejemplo de todos esos y esas estadounidenses que recientemente nos han recordado que dejarlo correr no es una opción.

Ellos y ellas, mas que nadie, han sido conscientes de la dificultad que supone defender derechos que creímos consolidados en un tiempo en el que se puede mentir cuanto se quiera sin que ser descubiertos tenga consecuencias ya que cada verdad emergente es sepultada bajo ingentes cantidades de “ruido” difícil de combatir.

Las informaciones falsas, las mentiras, las opiniones gratuitas, la ausencia de argumentos, los sofismas, la apariencia de racionalidad, el desprecio a la ciencia o su simple negación son armas poderosas en boga, tan en boga como pudieron estarlo en la Edad Media.

Por eso el diagnóstico ha dejado de ser relevante. La idea de hacer pedagogía (un tanto condescendiente, por otro lado) nunca ha sido más inútil. Desvelar la verdad frente al batallón de opinadores dispuestos a enmarañarlas es tan agotador como escuchar repetir a muchos de ellos que en el fondo todos son iguales.

Por eso no es de extrañar que también esa idea que lo relativiza todo aparezca, cómo no, en la caída de Donald Trump, algo que me ha hecho pensar que puede ser interesante tirar del hilo de ciertas similitudes en busca de alguna lección.

Donald Trump y sus iguales.

En esa línea, destaco las comparaciones que se han hecho entre el presidente estadounidense y los mismísimos Hitler, Nerón y otros sátrapas de la historia humana. (Recomiendo a esos efectos el artículo ¿Se termina por fin el Show Trump? de Judith Butler  recientemente publicado en varios medios de comunicación).

Pues bien, esas sugerentes comparaciones pueden servirnos para un pequeño juego de la imaginación.

Imaginemos por un instante, que Adolf Hitler hubiera perdido las elecciones alemanas con las que se aupó al poder en un calculado intento de utilizar la democracia para destruirla. Si eso hubiera sucedido, si hubiera perdido los comicios de 1933, es probable que hubiera quedado truncado o profundamente debilitado su proyecto nacional-socialista y todo lo que supuso para el mundo.

Eso no significa que la democracia no se hubiera arrastrado por el fango mientras hubiera durado la crisis de Entreguerras. Pero la crisis ya no la llamaríamos de Entreguerras porque no hubiera habido una segunda guerra mundial y, por ello, no habrían muerto los millones de personas que perecieron en los campos de concentración o de exterminio.

Lo que está claro es que si la democracia hubiera sido capaz de aguantar el pulso a la crisis, es posible que el mundo hubiera salido del fango con más democracia y sin tanto dolor ( y sin el Estado de Israel, por cierto).

Es una simple posibilidad, desde luego; pero una posibilidad interesante, como la derrota de Donald Trump.

De posibilidades a lecciones

Pero la lección a la que me refería más arriba no consiste en  el reconocimiento de una posibilidad algo más esperanzadora que la casi segura caída libre de las democracias occidentales tras un nuevo triunfo de Trump. Porque las posibilidades esperanzadoras nunca se hacen realidad por azar.

La lección que debemos aprender aquí y ahora no es cuánto se parecerán las políticas de Biden a las de Trump. La lección es darse cuenta de cuánto depende de nosotros aprovechar en 2020 esta oportunidad que nos concede la historia, como si viajando en el tiempo estuviéramos asistiendo a la derrota en la urnas de Adolf Hitler y el futuro de una parte de la humanidad hubiera dejado de ser la muerte.

La lección es que aunque volvamos al escenario anterior a 2016, a la época anterior a la victoria de Trump, no habremos ganado gran cosa si no estamos dispuestos a defender lo que teníamos y para eso, tendremos que molestarnos en responder a algunas preguntas: ¿Podemos evitar que el peligro del fascismo moderno nos aplaste como sociedades y como individuos decentes? ¿La democracia se defiende sola? ¿El planeta se salvará sin más? ¿Los costes de la crisis actual se repartirán equitativamente? ¿De qué depende que de la actual pandemia llegue a salir algo positivo o el futuro se reduzca a una redoblada carrera consumista? ¿Las tremendas desigualdades que asolan nuestras sociedades se resuelven con la simple existencia de la democracia?

Porque mucho me temo que sin fuerzas que se opongan consciente, organizada e inteligentemente a los nuevos fascistas ni siquiera podremos mantener el dudosamente deseable estatus anterior a 2016 y mucho menos avanzaremos hacia escenarios más equitativos.

En EEUU millones de  ciudadanos y ciudadanas se han asustado de lo que han visto en la era del fascista twittero que han tenido como Presidente. Pero lejos de retraerse y dejarlo correr han hecho tres cosas que deberemos recordar a la hora de librar nuestras propias batallas:

-Identificar los problemas y deseos colectivos y ser capaces de nombrarlos de manera certera y simple  (Black lives matter, Count every vote…)  para dibujar un horizonte de verdad  en torno a objetivos comunes: acabar con el racismo, salvar el planeta, preservar la salud, defender la democracia…

-Salir a votar masivamente en todas las citas electorales, no dejando  nunca más ese instrumento de la democracia en manos de la derecha y la extrema derecha.

-Conquistar   la calle con determinación para hacer acopio de  fuerza real  y para mostrar nuestras   reivindicaciones más allá del juego perverso de lo virtual y de las redes sociales.

Son tres lecciones simples, clásicas y ganadoras que siguen siendo útiles, al menos en los países donde aún hay  democracia.

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