Cuando no te dejan legislar
Leo en un periódico que el gobierno español acuerda recurrir ante el Constitucional tres leyes catalanas: la ley de comercio, servicio y ferias de Cataluña, la ley catalana de cambio climático y la ley de servicios de transporte de viajeros en vehículos de hasta 9 plazas. Al leerlo me vienen a la memoria los recursos contra otras leyes significativas como la de pobreza energética o la ley Antidesahucios.
Hay otras menos recientes también recurridas: la que impone un impuesto a las viviendas vacías, la ley de igualdad entre hombres y mujeres o la ley que regula la actividad de los gobiernos locales de Cataluña.
El caso es que en diciembre de 2016 el gobierno de España tenía recurridas y pendientes de resolución 26 leyes y 16 normas dictadas por el Parlamento de Cataluña durante ese año. Ignoro las cifras que arrojará 2017 así como el número total de impugnaciones llevadas a cabo durante la legislatura completa, pero me parecen cifras suficientes para alguna reflexión que se me antoja íntimamente relacionada con el reciente envío a prisión preventiva de las exautoridades catalanas.
Un poder que da miedo
Me fastidia un poco que sin tener conocimientos de derecho tenga que bucear en temas jurídicos, pero el gobierno español ha querido llevar la política al terreno judicial y no me queda otro remedio que hacerlo, como seguramente le ocurre a la mayor parte de la ciudadanía.
Sin embargo, gracias a eso me estoy dando cuenta de que es en ese laberíntico mundo de las leyes, las normas y sus interpretaciones donde reside un poder inmenso, tan inmenso que da miedo.
Así que no me parece mala idea que los ciudadanos y ciudadanas normales y corrientes reflexionemos sobre ese poder, a pesar de la suficiencia paternalista con que muchas de las reflexiones no profesionales son recibidas por los oficiantes de la ley, que tan cómodos viven protegidos por las brumas leguleyas con las que creen dominarlo todo.
Pero que no se sientan tan ufanos porque a la postre, las leyes nos pertenecen y podemos cambiarlas. Básicamente podríamos decir que en una democracia la idea es que el poder (todo poder) emane del pueblo cuya soberanía residiría en los parlamentos donde se sientan sus representantes legítimos. La labor de esos parlamentos sería cambiar, derogar o aprobar las leyes por las que habremos de regirnos.
Esto parece indicar que la soberanía popular se manifiesta modificando o proponiendo leyes y es un síntoma de salud democrática su capacidad para hacerlo. De ahí, también, el alto valor democrático del acatamiento de esas leyes mientras estén vigentes, tanto que hasta llegamos a presumir del imperio de la ley.
Hasta aquí, todo perfecto (o casi). Pero el sistema democrático tiene otros dos poderes que deben mantenerse independientes del juego parlamentario regido por mayorías y minorías, equilibrios, acuerdos… uno de ellos, el ejecutivo, cuyo presidente debe ser investido por el Parlamento, tiene la misión de gobernar el país según las leyes aprobadas. El poder judicial, por su parte, debe asegurar que se cumple la ley, incluida le ley de leyes cuya modificación exige consensos más amplios que en el resto de los casos.
Democracia es cambiar las leyes
Parecería que el esquema puede funcionar ya que una sociedad dinámica es necesario cambiar leyes constantemente, evitando así que el imperio de le ley se convierta en la dictadura de la ley.
De hecho, si la independencia de los poderes no funciona bien, el sistema se desequilibra y se hace autoritario. Pero si los fallos de la tal independencia no son coyunturales, sino endémicos, entonces se corre el riesgo de poner en entredicho el sistema como tal.
En el caso que nos ocupa, quiero señalar fallos graves en la independencia de poderes que hacen pensar en quiebras democráticas tan profundas que requieren una reflexión colectiva que desemboque en cambios urgentes.
La quiebra del sistema en el caso catalán
Fiscalía General del Estado. Su falta de independencia no viene de ahora pero en la actualidad, hay que señalar que es el fiscal general (reprobado por el parlamento por proteger a miembros del PP en el caso Lezo y sustentado únicamente por el partido del gobierno) quien ha promovido ante la judicatura el encarcelamiento del Govern de Cataluña ( hoy destituido). Semejante anomalía debe al menos reclamar nuestra atención.
Puede que la jueza Lamela sea independiente, no tengo ni idea de si es así, pero la petición de prisión provisional proviene de la fiscalía, y esa, estamos todos seguros de que no lo es.
Una medida tan brutal como la de encarcelar al gobierno catalán ( hoy destituido) sin juicio previo, con argumentos que no se han aplicado a otros casos tan emblemáticos el yerno del rey o Rodrigo Rato, exdirector de Fondo Monetario Internacional , entre otros prohombres representantes del poder derechista del partido en el poder, nos hace pensar en una auténtica quiebra democrática. Eso sin contar con la reciente resolución del juez belga que en el mismo caso que Lamela, ha optado por dejar en libertad vigilada al expresident Puigdemont y a los miembros de su antiguo gabinete.
Tribunal Constitucional. Tampoco viene de ahora la sospecha de su falta independencia. El modo en que se eligen sus miembros permite ponerla en duda pero lo peor es que su praxis lo confirma. Tras la aprobación del Estatut en el parlamento español y catalán, el tribunal constitucional lo recortó hasta dejarlo irreconocible, sumiendo a una parte de la ciudadanía catalana a la frustración y la impotencia.
El alto tribunal, fiel una vez más a su trayectoria, optó también este caso por hacer suyas las indicaciones del PP. Hoy en día, incluso más allá de los temas independentistas, sigue sirviendo a un partido que solo tiene que impugnar las leyes progresistas que no le gustan para que sean suspendidas o anuladas, llegando a neutralizar la efectividad legislativa de Cataluña, impidiendo a los representantes de la soberanía popular con mayoría parlamentaria hacer el trabajo para el que fueron votados.
Esto ya no puedo calificarlo como quiebra del sistema democrático sin más, esto lo que propicia es una auténtica imposición del ejecutivo de España sobre el legislativo catalán a través del control de ciertos tribunales como el Constitucional.
Otra quiebra que hemos conocido en esta crisis es la existencia en nuestra Constitución de un artículo como el 155 que para defender la democracia, permite anularla otorgando a quien la aplica una discrecionalidad propia de cualquier dictadura (véase por ejemplo la posibilidad que le otorga de no convocar elecciones durante tiempo indefinido). Yo no cuestiono que haya una norma aplicable a circunstancias como las actuales en las que se declara la independencia de un territorio de forma unilateral, lo que cuestiono es que esa ley sea el Art 155, que en sí mismo puede convertirse en un atentado a la democracia.
El nacionalismo catalán también suspende en democracia.
Mesa del Parlament. Aunque suele ser habitual que la mesa de los parlamentos y en especial su presidencia favorezcan al partido que los propuso, en el caso de la última legislatura catalana su carácter abiertamente partidista pone de manifiesto la voluntad del ejecutivo de manejar a su antojo al legislativo, lo que en este caso resultó decisivo a la hora de promulgar de manera Express leyes presumiblemente anticonstitucionales como la de referéndum, desconexión o independencia.
El desprecio de las minorías catalanas cuando para temas tan cruciales como la independencia se requerirían amplios consensos, consensos extensibles al resto del Estado que hasta que no se demuestre lo contrario, tiene algún tipo de vela en este entierro, quizá no tanta como dicen los constitucionalistas pero sí la necesaria para poder alcanzar pactos para un referéndum o para la independencia. Tampoco la abierta desobediencia de las leyes vigentes, tanto estatales como autonómicas, habla de legitimidad, sino de arbitrariedad. Porque ninguna legitimidad puede aducirse cuando se intenta imponer la independencia con una escueta mayoría parlamentaria que no se corresponde con una mayoría de votos. Mayoría que tampoco se ha alcanzado en lo referéndums realizados ilegalmente.
Proclamar (o jugar a proclamar) la independencia unilateral sin haber sido mandatado para ello, no solo rompe con las normas democráticas más elementales sino que, además, quiebra la legitimidad ganada en las urnas al asumir un mandato que no existe y que reviste tal trascendencia que exigiría ser revalidado. De ahí la gravedad de la decisión de Puigdemont al no decidirse a convocar elecciones antes del 155.
Alimentar la movilización con mentiras o medias verdades. Entre las mentiras, citaré solo dos: la de que la violencia usada por la policía el día del referéndum otorga legitimidad a la independencia o la de que la república catalana estaba preparada para ser efectiva tras su declaración por el Parlament.
La lista de deficiencias democráticas graves que acompañan al conflicto catalán podía ser mucho más larga, pero prefiero dejarlo aquí.
Legitimidades
Por más que le doy vueltas a este asunto, no veo legitimidad alguna en las actuaciones del Estado, convencida de que la perdió cuando las instituciones fueron colonizadas por la corrupción y por normas que en la época del bipartidismo aseguraban un control antidemocrático de las mismas por el partido en el poder. En cuanto a su legalidad, está sobradamente demostrado que las partidas decisivas se juegan siempre con cartas marcadas.
Respecto a los independentistas catalanes, bajo mi punto de vista partían de una reivindicación legítima, llámese referéndum, llámese independencia. El hecho de que la legislación actual no disponga de una legalidad que los ampare (suponiendo que así sea) no significa que no deban exigir una solución política y democrática, por más que los listos de turno se empeñen en decir que en ningún país del mundo (o solo en alguno irrelevante) existen tales posibilidades. Porque las cosas no existen hasta que existen. Solo faltaría que fuera necesario el derramamiento de sangre para reconocer que la independencia catalana puede ser una excepción a esa regla cacareada por los listos.
Pero ninguna reivindicación legítima permite actuar mediante la imposición, o el desprecio a una parte importante de la ciudadanía quebrando la convivencia y la prosperidad, quiebra que sufrirán de forma especial los menos favorecidos. Hace tiempo que sabemos que el fin no justifica los medios; es más, que los medios utilizados para conseguir algo no tardan en convertirse en el auténtico fin. Hace tiempo que sabemos que las elecciones son mejor camino que la unilateralidad y que cuanto peor, peor.
Pero no soy catalana
Pero yo no soy catalana y no solo me duele el conflicto catalán. De hecho, más que las veleidades nacionalistas de una sociedad rica, me pone los pelos de punta la quiebra de la democracia en mi país, que aún viniendo de lejos, ha acabado por colapsar al encarcelar sin juicio a los exdirigentes catalanes a petición de un cuestionadísimo por politizado fiscal general.
Porque yo no digo que no vayan a prisión quienes hayan contravenido una ley que prevea esa pena, pero en un estado de derecho, es necesario contar con una sentencia firme y nunca antes (o solo en casos muy especiales) . Lo que sostengo es que por más que digan los leguleyos españolistas, no se puede aplicar una regla tan brutal e innecesaria como la cárcel motivada por oscuros intereses políticos o por el evidente deseo de venganza de un fiscal indecente. Una vez más, Europa nos da una lección al dejar en libertad a Puigdemot y señala la inteligencia del expresident que nos pone frente al espejo de nuestro propio autoritarismo.
Deriva autoritaria
Y si esto es así, hay que reconocer que nos encontramos ante una quiebra de tal magnitud que de no solucionarse podría llevarnos a una dictadura encubierta, más soft que la vivida con Franco pero tan inadmisible como aquella, porque si aceptamos la actuación de la fiscalía o del Constitucional al servicio del gobierno o la existencia de un Artículo como el 155 en nuestra Constitución, estamos permitiendo que se encarcelen sin juicio a las exautoridades catalanas y algún día podemos ser nosotros.
De lo que estoy segura es que al PP no le importaría. ¿Y al PSOE?