El tiempo escolar
En la escuela coexisten dos tiempos : el tiempo que miden los relojes y el tiempo interior de cada alumna y alumno condicionado por la experiencia que están viviendo. Y es evidente que hay un gran desfase entre ambos.
Medimos burocráticamente el tiempo necesario para el aprendizaje-enseñanza en horas, periodos, días, trimestres y una serie de convenciones que parten de la base, aunque los papeles afirmen lo contrario, de que todo el alumnado tiene las mismas necesidades y posee las mismas capacidades y deseos. Así, ante el fracaso escolar, se aumentan las horas semanales de Lengua y Matemáticas y se deja la Plástica en tres cuartos de hora ( o un periodo). Se evalúa, según los papeles y los exámenes de diagnóstico, por competencias pero se aumenta la carga de contenidos de los curricula, el recreo dura treinta minutos, ni uno más ni uno menos y si llueve, no hay recreo.
¿Se puede enseñar a multiplicar por dos o más cifras en una hora? Se puede disfrutar de la lectura de un cuento en media hora? ¿Se puede experimentar con el color y aprender a respetar los utensilios de pintura, y a ser personas cuidadosas y creativas en tres cuartos de hora?
Se puede o no, depende.
Si tienes delante 20 criaturas equilibradas, con sus necesidades afectivas cubiertas, que vivan confortablemente, con calefacción, agua caliente, una habitación propia, que coman las cinco veces al día que prescribe la ciencia, que no estén presionados, que tengan un autoconcepto elevado, se relacionen bien, observen las normas de convivencia mínimas, no sean timidxs, ni hiperactivxs, ni tengan necesidades educativas especiales, en fin, hayan salido de un paquete de cereales integrales y te los hayan puesto allí delante, bien pegados a las sillas, sí, se puede.
Siempre que todos ellos sean clones de una criatura teórica e inexistente.
Cada niña y cada niño tiene un tiempo interior, necesario, para escuchar, preguntarse y preguntar, entender, experimentar, crear, descansar, jugar…….
Y son distintos. Y no se los podemos proporcionar porque nos come la premura de “cumplir un temario”, “respetar un horario”, “no sacar los pies del tiesto”.
Y ahí está la niña tímida, que no pregunta porque le da vergüenza, pero es una apasionada del baile. Ahí está, tirándose por los suelos el niño al que le falta el afecto de su papá pero es un fiera inventando dibujos. Más allá te mira desde el fondo el niño hiperactivo al que le duele el culo de estar sentado pero tiene el vocabulario más rico de la clase, y aquí delante, el desastre máximo, sin normas, sin límites, demasiado corpulento y demasiado pequeño, que tiene un ritmo y una coordinación cuando hace música que no das crédito.
Todos a lo mismo, al mismo tiempo y los mismos minutos.
Y yo, triste pero no vencida.
Ojalá todo el profesorado supiera ver en los ojos de cada niño o niña todo lo que es capaz de hacer, de sentir y de ofrecer. O pudiera.
Ojalá también cada padre y cada madre supieran, y pudieran, comprender los procesos emocionales de esos pequeños seres que son sus hijos e hijas.En todo caso, por cada vez que prestamos una atención especial a esa criatura que lo necesita, que le hacemos sentir que le importa a alguien, aunque sea solo por esa vez, merece la pena la profesión de enseñar. ¡Ánimo!