Hoy, un día cualquiera de invierno, prefiero pensar en otra cosa.

MANIFIESTO ARTISTICO EN CUATRO ACTOS

ACTO PRIMERO

En los museos, el arte no puede evitar perder  su brillo  bajo el inmenso  peso de su propia voz. Un voz  que la sordina de lo déjà vu va deformando hasta convertirla en un histrionismo anodino. 

O peor aún, una voz que delata  el soberano aburrimiento de un monologo repetido hasta la náusea.

Sin embargo, los artistas parecen vivir de espaldas a esa dramática  realidad e insisten en la búsqueda de la originalidad.

Como si eso pudiera salvarles.

Como si  fuera la clave.

Como si el arte se definiera por una forma brillante de sorprender al mundo,  por una manera especial de ser único, de mostrar una nueva mirada, un nuevo punto de vista, un abordaje inesperado… ¡lo nunca antes  imaginado!

Como si ese acto de expresión profundamente personal (o social, si se prefiere) fuera estrictamente necesario para echar leña a la exigente hoguera del arte, de cualquier arte, y mantener así viva una llama que solo  tiene posibilidades de perdurar  mientras exista el aliento del más difícil todavía, de otro giro de tuerca, de adentrarse en  lo inexplorado.

Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de los historiadores que babosean con sus  alabanzas obras otrora brillantes, las obras maestras que tanto publicitan  también languidecerían si las desconectaran  de la respiración asistida de la adulación.

A menos que…

ACTO SEGUNDO

A menos que encontremos alguna forma de sacar de la UCI a las grandes  obras y de dar otra vida a las que no lo son tanto.

Porque seguro que hay y formas de apuntar hacia nuevos  (sí, he dicho  nuevos. La novedad como aspiración ¡qué aburrimiento!) universos, significados, contextos,  señales, caminos,  ensoñaciones, fantasías, protestas, conceptos,  réplicas, diálogos, gritos, textos, contestaciones y hasta otra forma de NO representar.

Pero para encontrar  esas formas será necesario aceptar que esos universos puede que tengan que   responder a lógicas hibridativas, lógicas donde la individualidad genial tiene el tiempo tasado.

Ya no es posible otra cosa. Papá, mamá y los niños ya no es el paradigma.

Esa obra maestra visitada por millones de personas al año en una sala especialmente acondicionada para admirar su gran belleza  en uno de los impresionantes  museos del mundo Occidental hace tiempo que se convirtió en un simple y  predecible objeto comercial.

Todo perfectamente inteligible; un lugar  en el que hasta los secretos agazapados en los recovecos del genio individual se exhiben impúdicamente a la vista de todos.

ACTO TERCERO

Necesitamos encontrar  la alquimia de la hibridación, un juego ya ensayado, bajo mi punto de vista con excesiva timidez, por los comisarios que han irrumpido en la obra creativa de sus comisariados.

Y eso, sorprendentemente, puede marcar un camino luminoso.

Se trata de seres atildados, estudiosos…incluso coherentes, rigurosos  y fieles.

Seres que antes de romper un precepto, se tientan la ropa varias veces. Todo lo contrario de un artista, posiblemente.

O no tanto, ya que por mucho que me duela reconocerlo, esos analistas engreídos pueden a veces estar  señalando el camino hacia Santo Grial.

Ellos lo llaman diálogo. Ellos dicen que han puesto a hablar a las obras de los grandes hombres (sí, todos suelen ser hombres, ¿cómo iban a pensar esos hombres arrogantes en mujeres  si sus referentes, sus colegas, sus profesores, sus libros, sus normas, sus juicios y sus jefes son siempre, como ellos mismos, hombres).

Pero es verdad que, hombres o mujeres,  han puesto a hablar obras que no fueron concebidas para ser interpeladas por las que les han puesto en frente.

Y al hacerlo, nos damos cuenta de que  se ha producido el cambio.

Porque las obras que sonríen a veces son capaces de llorar, las que son sorprendentes pueden pasar a sorprendidas y las que tratan de esconder sus tesoros a veces abren de par en par las puertas de su belleza (o de su vulgaridad pretenciosa).

Porque es llamativamente cierto que  al calor de ese tímido encuentro, las obras se resignifican. Se modifican; se construyen y reconstruyen como por arte de magia.

Y si no me creen, recuerden  la exposición Picasso y Chanel y verán destellos de lo que digo. En todo caso, me atrevo a asegurar que saldrán de allí con mejor sabor de boca que tras asistir  a los monólogos  a los  que nos tienen acostumbrados los museos.

La versión de ambos creadores enfrentados por la mano de Paula Luengo les resultará mucho más gratificante, se lo aseguro, que  la obra de ambos creadores por separado. 

Y sí, la comisaría es una mujer, ¡cómo, si no, habría considerado siquiera la obra de Chanel  digna de dialogar con la del gran hombre blanco del arte, con el gran Picasso!

ACTO CUARTO Y (CASI)  FIN

Pero lo dicho hasta ahora mercería poner ya un enorme punto y aparte.

Porque  hay algo mucho más importante que lo que sucede en exposiciones como la citada más arriba. La exposición mencionada no es más que un a modo de ejemplo. Un tímido punto de partida que no expresa todo  lo que quiero decir.

Porque lo importante está por llegar. Y ocurre cuando los diálogos propuestos por los aguerridos burgueses del arte  se complican, se recrudecen, se enamoran de sí mismos, follan de forma apasionada, encarnizada o  poética…

Y al final tienen descendencia.

Descendientes  capaces de crecer y superar a sus progenitores.

Hijos e hijas no tan legítimos como las propuestas de los bienintencionados comisarios y  que se plantan frente a nosotros para exigirnos mucho más de lo que nos exigieron sus progenitores.

Obras, tal vez seres, surgidos de una extraña mezcla de especies. Productos  de una  hibridación donde la artista y el espectador pasan a formar parte de la cópula.

Ya no hay espectador, como no hay  una artista única y genial.

Y aparece el monstruo. La pesadilla. 

Lo que quiero que imaginen es lo que podría hacer una artista  (o un artista), para bien o para mal, con esos mimbres. Lo mimbres de la resignificación, de la deconstrucción, de la lucha de contarios o del enfrentamiento entre desiguales. Del alimento  o de  la glotonería, de unas obras devorando (o acariciando)  a otras bajo la batuta de una mente creadora insaciable que dispone de un nuevo universo para crear.

Y todo ello a  bajo coste. El de la reutilización frente al todo nuevo, cada vez más vulgar.

Basta del estrés del lienzo en blanco.

Ya no hay lienzo o no hay un único  lienzo.

De un plumazo el mundo creativo se ensancha  y tiene mucho más que decir.

El genio se multiplica por mil y el esfuerzo se dirige en otras direcciones.

Hemos alcanzado una puerta  y nos movemos en otra dimensión.  

Ya no hay que volver a inventar  la rueda. Solo hay que dejarla rodar libremente como a una luminosa bola de nieve.

Pero no nos engañemos. Este es, cómo no, un camino con dificultades gigantes. Un  camino complejo que  puede  ser doloroso.

Así que habrá que ser valientes.

Porque la hibridación supone, también, destruir para decir.

¡Glup, que las  de Green Peace están entrando en un museo para hibridar los mensajes con sus aerosoles y sus pegamentos indelebles!

¡SOCORRO!

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