Y por eso la guerra de Ucrania es la manifestación más evidente del fracaso civilizatorio occidental. O si se quiere, del fracaso europeo, ya que EEUU nunca ha demostrado una voluntad creíble de instaurar un modo de civilización que excluya la guerra. Tampoco Rusia, fiel a una larga tradición acostumbrada al terror como arma de dominación política interna o externa.
No es por casualidad que ambas sean desde hace décadas las mayores potencias militares del mundo disfrutando la primera de ellas de un mercado interior sin parangón en el mundo civilizado.
Y es que las poderosas industrias de armamento son contrarias a largos periodos de paz y consecuentemente tampoco se alegran del establecimiento de lazos comerciales o de cualquier otro tipo entre “distintos”, a menos que estén al servicio de las guerras, de cualquier tipo o modalidad de guerra.
No en vano desde la antigüedad los lazos del comercio, por ejemplo, forjaron dependencias que en un momento dado se convertían en un freno para el estallido de conflictos bélicos capaces de destruir todo lo que las comunidades humanas habían sido capaces de crear en tiempos de paz.
En el actual contexto mundial, con Ucrania en el centro de un conflicto entre potencias belicistas, encontramos un ejemplo interesante en una Alemania cuyas políticas energéticas de los últimos años apuntaban a una significativa dependencia de Rusia algo que, como sociedad salida de importantes derrotas bélicas, no parecía incompatible con la renuncia a convertirse en una potencia militar.
La asimetría comercial de la energía no resultaba entonces demasiado importante ya que, con la globalización, todos dependían de todos y la deslocalización aparecía como una de las reglas de oro del nuevo mercado mundial.
Pero los mercados en la era capitalista no entienden de paz ni de coherencia y puede darse el caso de que, mientras la sociedad globalizada le sienta bien a la industria farmacéutica (algo que acabamos de comprobar con la pandemia), los emporios energéticos o armamentísticas nos empujan hacia un nuevo orden basado en la autosuficiencia de los bloques, una autosuficiencia que resulta contraria al establecimiento de relaciones comerciales sólidas con “los otros” ya que las interdependencias que conllevan pueden tejer intereses difíciles de romper cuando conviene alimentar un determinado conflicto armado.
Así, en el contexto actual, se culpa a Alemania de su dependencia del gas ruso fraguada durante años de satisfactorios acuerdos bilaterales pero se aplaude su decisión de dotarse de un ejército poderoso. Todo muy conveniente para conducir a los germanos a comprar un gas fruto del fracking norteamericano (prohibido en Europa) al doble de precio que el que le llega por el gaseoducto ruso a la vez que paga las abultadas facturas (propias y ajenas) de su emergente desarrollo armamentístico.
Sin embargo, en este conflicto lo peor que le ha pasado a Alemania, y en general a los países de la UE, no es el encarecimiento de los precios de la energía sino ver cómo hace agua un largo esfuerzo por evitar procesos violentos en nuestros territorios mediante un arduo trabajo en el seno de organismos internacionales, el desarrollo de tratados y legislaciones comunes o el establecimiento acuerdos comerciales entre naciones.
Y no es que en todo este tiempo no haya habido en la UE conflictos capaces de hacer estallar más de una guerra. Lo que probablemente ha ocurrido en ese tiempo es que los gobiernos han sabido evitar que esos conflictos acabaran en al terreno militar siendo capaces de sellar derrotas y victorias a base de ceder mucho cuando la correlación de fuerzas no era buena, ganar mucho cuando los adversarios comprendían su debilidad relativa o ganar y perder de modo similar al del oponente.
Quizá España lleva tiempo siendo capaz de alejar de la lógica militar los conflictos territoriales con Marruecos mediante una diplomacia esforzada. Y también puede que estas últimas semanas haya sabido evitar la guerra con el país vecino (algún tipo de guerra que se asemeja a algún tipo de invasión) modificando sus posiciones políticas respecto al Sahara y traicionando sus compromisos históricos con el Frente Polisario. Y todo ello para asegurar la soberanía de Ceuta en momentos complicados, momentos en que las exigencias de apoyo a nuestros aliados (la OTAN excluye Ceuta y Melilla de su acuerdo de defensa con España) eran más inoportunas que nunca.
Tragarse un sapo semejante no debe ser agradable y probablemente ese mal trago no resuelva el problema con nuestro vecino del sur de una forma permanente. Pero puede leerse como un mal menor, una traición no demasiado determinante que ha evitado la pérdida de vidas y muchos sufrimientos a las poblaciones de los dos bandos.
Se me ocurren algunas otras guerras en el entorno europeo que no han llegado a ser, algunas no menores, como las que podrían haber llegado a derivarse de los momentos más tensos de la negociación sobre el Brexit. Hasta puede que ahora mismo Alemania (y la UE con ella) esté perdiendo la pugna con su socio norteamericano empeñado en expandir y afianzar sus posiciones geoestratégicas lejos de sus fronteras a costa de los intereses de sus socios locales y, lo que es peor, a costa de torcernos el brazo haciéndonos dar la guerra por inevitable.
Porque quizá la peor derrota europea no sea la de comprar un gas caro, la inflación desbocada o tener que subir varios puntos el gasto militar.
El precio más caro que estamos pagando a la larga es el de dar por bueno un conflicto al que asistimos defendiendo con entusiasmo la épica de la lucha, aunque sea la “simpática” lucha de David contra Goliat.
Porque la peor derrota es aceptar que la guerra, una guerra de este tipo, es una opción, añadiendo alegremente que si no abrazamos más abiertamente esa opción es por miedo a un Putin al que consideramos capaz de desatar una guerra nuclear.
Por eso creo que Zelensky tenía que haber sido capaz de tragarse su correspondiente sapo, algo que podía haber hecho convocado un referéndum para saber si su país aceptaba ser un territorio neutral y desmilitarizado o prefería luchar contra el gigante ruso a sabiendas de que la OTAN estaba interesada en proporcionarles armas para matar o morir durante meses pero no un apoyo militar decisivo.
Tenía que haber sido capaz de perseguir hasta el final un acuerdo, una forma de rendición con condiciones si se prefiere decir así. Un mal menor.
Eso en lugar de escuchar los cantos de sirena de un Biden que no tuvo ningún problema en apropiarse de la interlocución con los rusos, que no dudó en usurpar el protagonismo que correspondía al pueblo ucraniano siendo el que finalmente tomara la decisión sobre la guerra y por tanto sobre un destino ajeno.
No hay en esa torpeza más gallardía que las de los que bajo el slogan de “resistir hasta la muerte” llevan a la desaparición civilizaciones enteras o simplemente conducen a la diáspora y la muerte a los ciudadanos que un día les votaron para que les proporcionaran paz.
Porque, paradójicamente, Zelensky era el candidato que en las elecciones en las que se proclamó presidente por abrumadora mayoría, llevaba como punto principal de su programa acabar de una vez con la guerra en su país.