Hace poco escribí sobre los errores del independentismo catalán. Pero todos ellos se pueden resumir en uno solo, el que cometen todos los que pierden, perder.
Porque lo que ahora estamos viendo caer sobre los líderes independentistas no es el peso de la ley, sino la crueldad de los vencedores.
Y a lo que estamos asistiendo es a cómo, en este país, los jueces no tienen reparo en hacer el trabajo sucio de la política, y como dichos jueces no son elegidos por nadie, actúan bajo el mando de quien los ha nombrado o bajo el prisma de su propia ideología, muy a menudo conservadora y españolista. Hemos asistido a más de un ejemplo de enorme transcendencia de cómo lo hace con naturalidad la Fiscalía, el Tribunal Constitucional o la Audiencia Nacional y ahora lo volvemos a ver en el Tribunal Supremo que interpreta los informes de la policía del modo más estricto posible como haría el propio gobierno, como harían los nacionalistas españoles sedientos de venganza.
Y no, no hay delito de rebelión por más que se empeñen. ¿Porque, cómo habríamos calificado lo ocurrido en las manifestaciones independentistas si se hubieran quemado contenedores, arrojado piedras a las fuerzas del orden o despanzurrado los cajeros de los bancos españoles?, ¿tal vez lo habríamos llamando superviolencia?, ¿pero existe la superviolencia en el código penal para algún delito más grave que el máximo conocido contra la integridad del Estado, que hasta donde yo sé es el de rebelión?
¿Y cómo habríamos calificado la votación de la independencia catalana en el hemiciclo del Parlament, la retirada de la bandera española de esa institución o la publicación en algún documento oficial de la instauración de la República Catalana?, ¿tal vez lo habríamos llamado declaración de la superindpendencia o la superrepública? ¿existe la superindepencia o la superrepública en el código penal para algún delito más grave que el máximo conocido contra la integridad del Estado, que parece ser el de rebelión?
Pues no, no existe nada más peligroso que la rebelión, pero eso no importa porque sea como sea, se prefiere a la sedición porque permite pedir penas más duras e imponer medidas cautelares más rigurosas como es la prisión incondicional recientemente aplicada.
Así que estas parecen ser las medidas cautelares de la venganza y el calentón. Las medidas cautelares que abonan el odio a España de los hijos y los hijos de los hijos de los que ayer ingresaban en prisión, de los que simpatizan con ellos o les votan.
Son las medidas cautelares que hacen imposible el futuro.
Porque la política de tierra quemada solo genera un odio que se transmite de generación en generación de manera que el precio de esta y otras arbitrariedades las pagaremos no solo nosotros, sino también nuestros hijos y nuestros nietos.
El camino adoptado por el juez Llarena, henchido de una mezcla de poder político y jurídico que le permite desactivar candidatos, encarcelar diputados, interpretar intenciones en lugar de hechos, imputar rebeliones, reducir a la nada Parlamentos y, en definitiva, marcar la agenda de partidos y ciudadanos, se parece mucho al camino de las dictaduras, algo que ocurre mientras Rajoy se sitúa en la sombra haciendo fracasar la política como excusa para, simplemente, poder ejercer la mano dura.
¿Era realmente necesario esconder el fracaso del presente arruinando el futuro?