La gran revolución conservadora. De Margaret Thatcher a Cali, Colombia.

Lamento seguir esta serie sobre revoluciones ocupándome de la más que exitosa revolución conservadora de finales del siglo XX, en lugar de hacerlo de algún intento del que podamos sentirnos orgullosos como el que alumbró La Ilustración, un movimiento de  cuyos ecos aún hoy somos deudores.

Pero a pesar de que la revolución conservadora  liderada  por Margaret Thatcher entre 1979 y 1990, a la que se incorporó Ronald Reagan en el 81, no encaja con el término revolución, tal como o definí en mi anterior artículo, no al menos en cuanto a la defensa de los DDHH o el respeto de la vida en el planeta, creo que es importante comenzar por ella porque sus consecuencias son las  que definen nuestro tiempo.

Del  libro de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman “El triunfo de la injusticia”, resultado de una  de las investigaciones más exhaustivas sobre fiscalidad que conozco, extraigo los datos empíricos que avalan  que la revolución de la que hablo se basó en una drástica bajada de impuestos a los ricos para aumentar la presión fiscal sobre  los más pobres.

Esa contundente acción expresa con claridad el golpe dado por la derecha  sobre el tablero mundial para aumentar los beneficios sin aceptar trabas al crecimiento, desentendiéndose  de la salud del  planeta, de  los servicios sociales o de  cualquier amago de redistributivo.

Pero hay más. Ese agresivo afán por la riqueza de personas y corporaciones  no solo se basa en la avaricia de bienes materiales sino que, como expresa César Renduelles en su reciente artículo de El País “La guerra fiscal”, lo que está en juego no es solo la acumulación de riqueza sino también la acumulación de poder. De ahí, por ejemplo, que el empeño del presidente Roosevelt al subir los impuestos a los ricos tras el crack del 29  no solo tuviera como objetivo  relanzar la economía, crear empleo, reforzar los  servicios públicos, controlar el mercado financiero o redistribuir la riqueza, sino también limitar el poder de las grandes fortunas para minimizar su influencia en los gobiernos, que solo debería sustentarse en los parlamentos. “La gasolina de la elusión fiscal es el rechazo de la democracia tanto o más que la avaricia”, concluye el citado artículo.

Pero para entender más de esta revolución hay que recordar que en los años 80, la democracia era un gran valor al erigirse como el mayor argumento capitalista frente a los países de Este. Basándose en ese valor, la socialdemocracia, que aunaba socialismo y libertad, pudo proponer el avance hacia la igualdad sin episodios revolucionarios o/y autoritarios, tratando de superar o al menos controlar al capitalismo  por vías pacíficas mediante políticas de economía mixta,  redistributivas e igualitarias que establecieran  límites al poder creciente de los grandes grupos económicos.

Así, llegó a tener una gran influencia mundial y, más allá de su éxito en algunos países del norte de Europa, fue capaz de atraer a partidos comunistas o socialistas hacia sus postulados de cambio pacífico y convicciones democráticas. Sin embargo,   ese “halo” de proyecto social posibilista y posible que en cierto modo perdura hasta hoy, era más de lo que los impulsores de la revolución conservadora  estaban dispuesto a aceptar, así que en plena ofensiva derechista y como en tantas otras ocasiones, se procedió al asesinato de  Olof Palme (1927-1986), su líder más carismático por aquella época, con el objetivo de debilitar la resistencia “social” al avance neoliberal. La globalización y la caída del muro de Berlín se convertirían en aliados indispensables de las maniobras de la derecha.

El resultado de esa larga ofensiva, paradójicamente reforzada   tras la crisis financiera  de 2008, fue el éxito de  una auténtica revolución derechista neoliberal que cambió las reglas del juego del capitalismo anterior a los años 80 y que resultó extraordinariamente traumática para las clases trabajadoras de medio mundo  consiguiendo herir gravemente el proyecto del estado del bienestar así como a su  valedor, la socialdemocracia, aunque perduren algunos de sus logros.

Hay que señalar que, de paso,  la derecha consiguió  desdibujar a la clase obrera como el sujeto revolucionario de la tradición marxista, debilitando sus sindicatos, aumentando  las filas del paro, creando trabajadores de primera y de segunda, deslocalizando la producción (de nuevo la globalización) y precarizando el empleo. 

Pero la cosa no terminó ahí ya que esa ambiciosa involución ha seguido una línea ascendente durante  la segunda década del siglo 21 hasta el punto de poner en entredicho  los avances del pensamiento ilustrado basado en la razón y la ciencia, como hemos comprobado atónitos durante el mandato de Donald Trump. De ello, las fake news o los mentirosos y agresivos discursos de la derecha española son  ejemplos elocuentes.

Siguiendo esa línea ascendente, llegamos a su punto álgido en enero de este mismo año, momento en que se pone en grave riesgo la supervivencia  de  la propia democracia con el asalto, transmitido en vivo y en directo al mundo entero, al Capitolio de EEUU impulsado por una de esas fortunas que no paga impuestos y que  acumula más poder que el propio Estado hasta el punto de atreverse a tratar de impedir  la toma de posesión del legítimo presidente  salido de las urnas en una de las democracias más consolidadas del mundo.

Puede que ese día de comienzos del 2021 fuera el que nos mostrara con mayor claridad el resultado del debilitamiento de nuestras democracias, ese que comienza cuando el sistema  consigue que los poderes económicos  del mundo global tengan  la capacidad de hacer cada vez menos operativos a los gobiernos nacionales  salidos de las urnas y, por tanto, a la democracia.

De ahí la afirmación que manifestaba en mi anterior artículo  de que es poco probable que solo con los votos de los países desarrollados se puedan revertir los efectos de la  tremenda involución a la que asistimos desde hace 40 años, cuyo alcance  es mayor de lo que la propia Thatcher hubiera soñado jamás.

El capitalismo se ha empleado a fondo desde entonces imponiendo una línea cada vez más dura, la de un neoliberalismo desbocado que según va creando sus propias crisis (desindustrialización, finaciera…) redobla las cuentas de resultados libres de impuestos, hasta el punto de poner en peligro al propio sistema e  incluso  la vida en el planeta.

Por eso, la afirmación de que el capitalismo  puede acabar destruyéndose a sí mismo debido al crecimiento ilimitado y la ausencia de políticas redistributivas  puede no ser  descabellada, pero yo no me fiaría demasiado. Porque el sistema neoliberal  ni se destruyó ni se refundó en como muchos creyeron que pasaría en 2008 tras perpetrar a través de las entidades financieras un escandaloso crack  que acabó con millones de personas en la pobreza, muchas de ellas pertenecientes a la clase media del primer mundo.

Es cierto que en estos momentos asistimos a importantes revueltas populares en Colombia y en otros países latinoamericanos, a raíz precisamente de reformas fiscales regresivas. Parece como si la gente que se levanta contra sus gobiernos tuviera cien veces más visión que todos los analistas juntos empeñados en decir que en estos episodios el tema fiscal es lo de menos.

También el G7 y el G20  se muestran un poco asustados y parecen querer contener la elusión fiscal mientras se contempla con aprehensión el inmenso poder de las farmacéuticas, un poder que pasa por encima de gobiernos, organismos internacionales y de la salud de millones de personas.

A su vez, la conservadora UE afronta la crisis post pandemia con un talante más expansivo que en 2008  y Biden parece revelarse como la última esperanza de recuperar un poco de aliento para las ideas socialdemócratas.

Pero no nos engañemos, la mano que mece la cuna de los destinos del mundo es hoy   más fuerte que nunca, es global  y mientras no se demuestre lo contrario, sigue fuera de control. 

Por eso no debemos cometer el error de confiar en que esos indicios por sí solos puedan plantar cara al monstruo. Al contrario, esos indicios han de ser el punto departida, la palanca que se necesita para una ofensiva que cambie las reglas del juego impuestas por el neoliberalismo, cambios que esta vez han de ser estructurales, duraderos, garantistas y de carácter global. Y para eso no hay tiempo que perder, porque o hacemos revoluciones estratégicas, profundas, inteligentes, radicales, democráticas y justas  o  estamos condenados a sucumbir bajo alguna de estas dos posibilidades:

-La destrucción de la vida sobre el planeta pasando por catástrofes ambientales o enfermedades globales que golpean a los mas pobres, fruto del descontrol neoliberal  al que ni los estados consiguen poner freno.

– O, traspasado algún punto de no retorno, explosiones revolucionarias violentas e impredecibles que tal vez causen miles de víctimas y, a la postre,  no nos conduzca a una sociedad más igualitaria y más justa. Pensemos sin ir más lejos en los más de 50 muertos de Colombia y en si ese levantamiento popular no debería contar con algún tipo de organización o estructura nueva que les permita consolidar los frutos de su lucha. ¿Servirá la democracia colombiana para hacerlo o una vez más esas vidas se habrán perdido en vano?

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