Leía en el día de ayer el certero artículo de Julia llamado “Parías” (si no lo han leído deberían), y en sus dos últimos párrafos plasmaba en palabras algunas ideas que comparto con ella. Esa dualidad en las preocupaciones, esos contrastes que son independientes de la pandemia, pero que no faltan en ella. Ella mencionaba como desde su ventana ve una parte de población cuya preocupación es que no tienen ya para comer, y también otra parte cuya angustia es no poder pasar de fase y tomarse una cerveza en las terrazas.
“Y así estamos. Mirándonos el ombligo y tratando de decidir si nos hacemos un piercing por si abren las piscinas”. Es la frase con la que cerraba su artículo y que enlaza con una idea que ronda en mi cabeza en estos casi dos meses de cuarentena: la dualidad entre la herida individual y la colectiva. Dos meses en los que cada uno hemos tenido que lidiar con nuestras preocupaciones personales, nuestros miedos, nuestras ausencias, nuestras pérdidas, nuestros abrazos y momentos perdidos. Padres e hijos separados sin saber hasta cuando, abuelos que no saben cuando podrán volver a besar a sus nietos, trabajos perdidos o aplazados sin fecha de vuelta, pérdidas desde la distancia y sin opción de un último adiós…
Pero por grande que sea la herida individual con la que cada uno carguemos, es bastante improbable que en estos dos meses no hayamos escuchado de forma más o menos directa la narración de una herida mayor. ¿Quiere decir ello que lo colectivo inválida el derecho al lamento individual? No se trata de eso, pero si creo que es importante compaginar el tiempo que se dedica a mirar el ombligo propio con el que se dedica a levantar la mirada y ver un poco más allá.
Un sencillo ejemplo puede ser preguntar más, ¿cómo estás? Pero preguntar con interés en conocer la respuesta, no solo como un preámbulo para vender tu libro. Quizás, de ese modo puedas evitar un grandilocuente soliloquio sobre tu pena sin ni siquiera tener una pincelada de cual es la situación de tu interlocutor.
Y es que, en realidad, este debate es solo una formulación concreta de la dualidad entre el individualismo y el colectivismo. Y en esa batalla el individualismo lleva varios kilómetros de ventaja. Quizás por ello se debata absurdamente sobre si llamar nueva normalidad o vieja normalidad, como si acaso se pudiera elegir. No será ni nueva ni vieja, será la vida, un camino en el que hay que ir aprendiendo a convivir con las cicatrices que van apareciendo en el trayecto.
¿Y qué es acaso la normalidad? Escuchaba ayer una metáfora en la televisión que decía que la normalidad es normalizar que cada día sigue muriendo la misma cantidad de gente que si se estrellara un avión. Sí, un avión estrellado, esa noticia que hace no mucho tiempo nos conmovía y asustaba.
Debates estériles que nos hagan olvidar lo ocurrido, que hagan que nada cambie para que todo siga igual y para que dentro de poco culpemos a quien no tenga para comer, a quién haya perdido su trabajo, o incluso a los ancianos a los que abandonamos a su suerte. Sí, porque puede que nos guste mirar la herida individual, pero la culpa nos gusta más que sea externa.