Relato uno: En la noche de Halloween un hombre de familia abre la puerta de su casa y es brutalmente atacado por un desconocido disfrazado. Su mujer y su hija de seis años le encuentran tirado en el suelo al borde de la muerte.
Relato dos: En la noche de Halloween un hombre que cumplió condena por el asesinato de un niño cuando tenía 10 años abre la puerta de su casa y es atacado por un desconocido que ha descubierto su paradero por una publicación en las redes sociales donde se le acusa de ser un peligro público.
Relato tres: Quince años después de la muerte violenta de su hijo una mujer sigue buscando justicia para él. Al asesino, tras cumplir su condena, la administración le proporcionó una nueva identidad y ella quiere descubrir su paradero y que pague por lo que hizo.
Relato cuatro: Una mujer publica en internet los datos del domicilio de una persona a la que considera un asesino, a pesar de no estar completamente segura de que la información sea correcta y sin considerar las consecuencias que su acusación pueda conllevar.
Dos personajes principales y cuatro formas de narrar el inicio de la serie británica “La víctima”. Una propuesta que busca interpelar al espectador de forma que éste cuestione muchas de sus teorías preconcebidas sobre el bien y el mal, sobre lo justo y lo injusto, y que recuerda que la identidad de víctima es proporcionada por la cultura y la sociedad no es algo determinado científicamente. Sin ser un spoiler, tras cuatro horas de narración la serie cierra con una frase del célebre poeta Rümi: “Más allá de las ideas del bien y del mal, existe un campo. Allí nos encontraremos”.
Tras el ataque de la noche de Halloween la madre debe hacer frente a un proceso judicial en el que se le acusa de ser la perpetradora de la acción. Ella no ha alzado la piedra, pero directa o indirectamente, ha interpelado para que otros la levanten. La madre que perdió a su hijo pasa de ser víctima a acusada. Por su parte, tras el ataque sufrido y las acusaciones recibidas la vida familiar del hombre se resquebraja. Ahora es una víctima, pero la sombra de su pasado, la duda sobre lo que pudo hacer conlleva que la empatía pueda brillar por su ausencia.
¿Hasta donde se es víctima?, ¿es un papel eterno o depende de la situación?, ¿el asesino reinsertado en la sociedad no tiene derechos humanos?, ¿ser madre de un hijo asesinado te exime de cualquier responsabilidad de tus actos?, ¿en qué te convierte atacar al agresor? Son algunas de las muchas preguntas que la serie nos deja en su combate entre dos púgiles. Por un lado, la madre que sigue trayendo el pasado al presente y que necesita buscar la explicación de algo que quizás no la tenga sin importarle las nuevas heridas que pueda abrir en su lucha. Por otro lado, un posible asesino o no cuya figura es la más difícil de gestionar para el espectador. Si no fue el asesino y ha sido injustamente acusado es una desgracia todo lo que sufre, pero ¿qué sucede en caso de que sí cometiera el asesinato?
Y como siempre pasa en estos casos la ficción no solo es ficción. Paralelamente a mi visionado de la serie convivo en la realidad con políticos que frivolizan en sus tweets sobre lo blandas que son las cárceles de España, sobre sus deseos de tomarse la justicia por su mano y caer en el ojo por ojo. Convivo con actos de terrorismo que se quedarán con la etiqueta de actos cometidos por un “enajenado mental”, obviando el hecho de que a ese supuesto enajenado la pistola, las balas y las ideas se las han inoculado los líderes políticos que jalean el populismo punitivo.
Frente a ese populismo, la serie “La víctima” no solo persigue generarnos dilemas morales que nos lleven a hacer esa actividad en desuso que es el pensamiento, sino que también nos ofrece una secuencia con un brillante ejemplo de la alternativa que puede ser la justicia restaurativa. Porque, a veces, la sanción y la responsabilización no son suficientes para cerrar el caso. Porque, a veces, definir quién es la víctima es una tarea complicada.