Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971) me parece, más que cualquier otra, una película que tiene que ver con esta cuarentena perpetua en la que estamos sumidos.
Y no solo porque habla de una epidemia que se ha extendido por medio mundo hasta llegar a una Venecia cuyas calles se vacían, igual que ahora, mientras los turistas se apresuran a escapar (la auténtica epidemia son los turistas, llega a decir un personaje). Tampoco por todas esas similitudes que igualan todas las epidemias del mundo como son el miedo a un peligro que no vemos o la obstinación de las autoridades por esconder los muertos.
Es más bien porque el virus que en la película acaba alcanzando al compositor Gustav von Ashenbach, nos obliga a mirarnos en el peor de los espejos, el que anuncia la vejez y la muerte.
No en vano el film nos muestra desde muy temprano las reflexiones del músico interpretado por Dirk Bogarde sobre el paso del tiempo medido por un viejo reloj de arena, hilando sus propios fracasos con una idea brutal que le sacude con fuerza hasta concluir que en todo el mundo, no hay impureza más impura que la vejez.
Y ese pensamiento brutal que se hará realidad al final de la cinta convirtiendo al compositor en un viejo consumido por sus propias obsesiones me hace pensar en lo que el COVID 19 ha destapado en nuestra sociedad sobre la vejez.
Hay muy sesudos estudios sobre esta película que plantea dilemas que nos pillan ya un poco lejanos. Dilemas sobre el arte y el espíritu, la moral y la pureza, sobre el equilibrio andrógino o lo inasequible en lo que, para mi gusto, se convierte en un artificio demasiado artificioso para ocultar conflictos más evidentes.
Pero no es eso lo que me hace pensar que es una película de esta cuarentena sino el planteamiento de una ecuación terrible, la que relaciona epidemia-vejez-fracaso y muerte, una relación que, aquí y ahora, en la epidemia de nuestros días, nos suena conocida.
Y esa relación de apariencia inexorable se me antoja, precisamente aquí y ahora, un ataque bastante directo contra millones de personas; esas a las que en un momento dado la sociedad puede colocar la etiqueta de “mayores” o de “ancianos”.
Porque como en otros crímenes contra la humanidad, todo empieza con una etiqueta a la que sigue la anomia. La etiqueta está servida y la anomia es fácil de reconocer en la residencias de ancianos. Pero no solo en esas residencias, porque también conduce a ese “borrado” la conceptualización de los mayores como seres cuasi muertos, personas a los que solo les queda esperar el final sin visibilidad y sin honor, identificando vejez y fracaso, ignorando la capacidad de pensar, disfrutar o soñar de una multitud de sujetos previamente señalados.
Anulando, en definitiva, su posibilidad de vivir como seres libres con todos los derechos intactos.
Y eso que el compositor Ashenbach, el Visconti ya mayor de Muerte en Venecia o cualquier artista burgués puede magnificar como un conflicto estético o existencial no hace más que distraernos de lo esencial y es que no hay diferencia entre ese conflicto con el de la anciana cuyos ojos tristes vemos tras la ventana de cualquier residencia.
Y es que ese abismo que parece existir entre la esencia de unos y otros o entre adultos y mayores es un millón de veces más doloroso que el resultado de cualquier reflexión elitista sobre la capacidad del artista para crear belleza, su obligación de ejemplaridad, las tensiones entre Eros y Tánatos… cosas todas ellas que en tiempos de pandemia suenan a engoladas maniobras de distracción.
Porque lo que de verdad nos cuestiona moralmente a todos nosotros (intelectuales entrados en años incluidos) es esa inacción que permite que se desarrolle hasta el paroxismo esa capacidad humana de anular, desvalorizar y destruir la vida de aquellos a los que previamente se les ha arrebatado la posibilidad de defenderse.
Puede que me esté yendo por las ramas alejándome demasiado del espíritu de la película, pero en días como éstos en los que mueren miles de ancianos sin que el mundo reaccione o se conmueva, recibo como bofetadas las palabras elitistas de un Ashenbach acorralado por complejos innombrables que le llevan a afirmar la inmundicia de la vejez.
¡Que le jodan!