¿Entonces, hay que hacerse comunista? (continuación)
Para empezar, aclaremos que los términos anticapitalista y comunista no solo no son sinónimos sino que tienen significados muy distintos (todo comunismo es anticapitalista pero no todo anticapitalismo es comunista).
Personalmente, declararme anticapitalista no me aproxima al comunismo en absoluto. Hace tiempo que el comunismo triunfante ( URSS; Cuba, China, Corea…) consiguió alejarme de él.
También lo hicieron los cambios en el devenir del propio desarrollo capitalista que en nada se parece a las predicciones ni de la teoría marxista ni del propio comunismo.
Seguro que muchos postulados marxistas sigan teniendo validez, pero desconfío de la utilidad de tratar de adaptarlos al contexto actual, algo que puede conducirnos a largas disquisiciones sobre el papel actual de la clase obrera, quién es ahora el sujeto histórico o cómo redefinir la perspectiva de clase. Tengo la sensación que ese tipo de debate puede resultar un freno en lugar de un acicate.
Eso, sin olvidar el peligro de caer en el error tantas veces cometido por los comunistas de una interpretación dogmática de sus propios postulados.
¿No ser socialdemócrata me convierte en revolucionaria?
Esa es la idea.
Me explico: invocar la revolución no es invocar levantamientos armados ni tipo alguno de violencia. En este caso, ser revolucionario es tratar de cambiar este sistema afirmando que el tipo de cambio que nuestro mundo necesita se basa en aspiraciones humanas asociadas a la paz, el equilibrio, los derechos humanos, la sostenibilidad, la igualdad, la diversidad y, precisamente, la no violencia. No creo que merezca la pena revolución alguna que no conduzca a un mundo donde todos los seres humanos dispongan de los recursos necesarios para vivir y de un entorno que les permita ser felices.
Invocar una revolución anticapitalista es reconocer que el capitalismo no es capaz de proporcionar una sociedad regida por criterios como los señalados más arriba ya que su propia esencia es contraria a casi todos ellos.
Y también es reconocer que el capitalismo nunca permitirá que se consiga; que el poder que detenta a nivel mundial y las redes extra-democráticas con que actúa en la sombra ( desde detrás, como diría el PP), le permiten garantizar sus objetivos de crecimiento ilimitado y seguir controlando los mecanismos de cambio para que no funcionen o funcionen rematadamente mal.
Este tipo de conclusiones o muy parecidas parecen ser compartidas por una parte importante de la ciudadanía. Un estudio reciente sitúa en el 40% el número de personas que considera incompatible el capitalismo con la democracia.
Y no es de extrañar porque ahora es posible ver con claridad que el capitalismo actual actúa al margen de la democracia que se ve impotente para ejercer controles reales.
Por otro lado, también sabemos ahora que el crecimiento ilimitado (esencial al capitalismo) condena a la mayoría de los seres humanos no solo a la violencia, la opresión, la pobreza y la injusticia, sino que además, y sobre todo, conduce a la destrucción nuestro propio hábitat, amenazando el equilibrio necesario para la vida.
¿De verdad mejorar el sistema no es el camino?
Ser anticapitalista no supone renunciar a mejorar la vida de las personas en lo más inmediato, sino todo lo contrario. En ese sentido, cada mejora, por pequeña que parezca, es revolucionaria y hay que conquistarla al precio que sea.
No entiendo la revolución como un estallido ni de fusiles ni de flores.
La revolución solo será consistente y perdurable si va ganando terreno en nuestra forma de entender la vida y eso no se consigue por ningún decreto, ni administrativo ni revolucionario.
Pero mejorar la vida de la gente (conseguir más recursos para la sanidad, la dependencia, la educación, encontrar un modo de cambiar el sistema judicial, luchar contra la violencia machista, establecer nuevas garantías democráticas etc. etc.) debe ir unida a una perspectiva anticapitalista y por tanto ambicionar un cambio de estructuras para que no pase lo que en la última crisis, que quienes la provocan disponían de estructuras capaces de hacérsela pagar a la ciudadanía, mientras ellos redoblaban beneficios y echaban de sus casas a la misma gente que les salvó.
Me refiero, por ejemplo, a que si se hubiera existido una banca pública, el Estado no habría tenido por qué rescatar a los bancos o al menos no a todos. Y desde luego, los rescatados habrían tenido que devolver la deuda contraída con la ciudadanía.
Eso sin contar con que tras la reciente ley del gobierno que corrige la sentencia del Supremo respecto a las hipotecas, no tendríamos por qué temer la sempiterna falta de competencia entre los bancos, que les perite trasladar tranquilamente las pérdidas a los clientes.
Porque una perspectiva anticapitalista es, en realidad, la única que permite cambios de estructuras que desmonten las que utiliza el capital para no cumplir la ley o abusar de ella, tales como los paraísos fiscales o las que les permite una posición de dominio en temas estratégicos o de interés público como la energía, la movilidad, los medicamentos y un largo etc.
¿Cuál es entonces el camino? (continuará)