Películas de cuarentena

Aunque pueda parecer masoquista, y tal vez lo sea, acabo de ver otra de esas películas que sirven para meditar sobre epidemias y otras catástrofes. Me refiero a El Séptimo sello (1957) del sueco  Ingmar Bergman, película post-holocausto concebida en el apogeo de la guerra fría y su amenaza nuclear, dos pandemias también de referencia para muchos de nosotros.

Se trata de un film clásico  que yo veía por tercera o cuarta vez y eso me hizo pensar en cuán diferentes son nuestras experiencias cinematográficas (o literarias o  artísticas en general) según el momento de nuestras vidas.

Así que lo que he escrito hoy no trata propiamente de la película ( bastante conocida, por otra parte), sino de la trayectoria que une y separa los diversos visionados.

La primera vez , yo  debía tener 19 o 20 años y lo que recuerdo de aquella experiencia  es mi empeño por entender lo que el director sueco trataba de contar. Un esfuerzo que me resultó especialmente difícil siendo yo una joven atea que trataba de entender una enigmática película sobre Dios.

Así que, siguiendo el hilo realista del film, me dejé arrastrar hacia un oscuro medievo asolado tanto por la peste negra como por las atrocidades con que la Iglesia trataba de someter a una población aterrorizada por los bubones y la muerte. Pero en medio de las vicisitudes del film yo sentía la permanente invitación del director a desentrañar las claves de una trascendencia que la cinta sugería a cada paso, con cada secuencia, con cada personaje.  

Pero si ese mensaje (o ese permanente cuestionamiento de Dios) lo impregnaba todo, el director ponía el acento en una partida de ajedrez, la que juega con la muerte Antonius Block, un cruzado de regreso a casa que, sorprendido por la muerte, trata de retrasar su inminente final. Una partida que, naturalmente, está condenado a perder pero que tal vez le permita realizar in extremis un acto bueno y definitivo que proporcione sentido a su vida y alguna respuesta a las preguntas que le atormentan.

La segunda vez, no recuerdo exactamente cuándo fue, yo era ya una persona adulta, más proclive por tanto a dejar un poco de lado las preocupaciones del autor en las que me había centrado la primera vez, para guiarme  por mis propias inquietudes, tratando de encontrar en las reflexiones de Bergman alguna luz sobre  mis obsesiones, en lugar de las suyas.

Ese cambio de actitud ante la cinta suponía también un cambio de punto de vista y hacía buena la idea de que una obra, sea una película o cualquier otra creación sometida a escrutinio público, es diferente para cada espectador ya que cada uno, al reflejarse en ella, extrae visiones que dotan de nueva vida a la propuesta inicial del autor o la autora.

Tal vez por eso, una película sobre Dios puede tomar en la mente de una persona atea connotaciones paralelas a las de un creyente o un agnóstico, especialmente si se pertenece a una cultura que, como la nuestra, sigue concediendo carta de naturaleza a la trascendencia, el sentido de la vida, el bien y el mal.

Es posible que la tercer vez que viera El séptimo sello me fijara en el androcentrismo (por decirlo de manera suave)  del discurso de Bergman, tan corriente por otra parte  entre los intelectuales  mid centuy. Pero profundizar en ese aspecto ahora me alejaría  del hilo con el que quiero llegar al último visionado.

Así que me centro por fin en este reciente acercamiento al film, el que se produce  en un momento en que la epidemia nos ha alcanzado a todos y ninguno de sus enigmas nos es ajeno. Es entonces cuando  un contexto  diferente al ideado por el director y también inesperado para mí, impone un imprevisible punto de vista. Se trata de  la sensación, terrible por otra parte, de haberme deslizado por un agujero negro hasta el interior la película.

Y por ello el personaje en que me he convertido se entusiasma con la experiencia sencilla de una comida campestres compartida con buenos amigos que charlan en un clima afectuoso, al igual que lo hace el cruzado interpretado por Max von Sydow agasajado con simples fresas silvestres  y leche recién ordeñada.

Que yo también, como el escudero, el herrero o su mujer, tema que algo terrible pueda pasar, aunque no sepa exactamente qué.

Que también me inquiete cuando a mi alrededor se adivinen ecos apocalípticos como los anunciados por los ángeles tras rasgar el séptimo sello, advirtiendo de las catástrofes que asolarán la tierra.

Y que tema que esta epidemia nuestra, como la que diezmó a la humanidad en el medievo, nos enfrente a una muerte segura sin darnos tiempo de jugar nuestra propia partida, la que nos inspire las respuestas necesarias para que la vida terrenal no tenga que ser para la humanidad el infierno anunciado en El séptimo sello.

Pero sin respuestas aún, con la partida recién comenzada, no estoy segura de querer animar a nadie a compartir esta experiencia.

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