Lo conocí en un pasillo de la televisión donde que trabajaba. Era un nuevo compañero y me lo presentaron sin muchos formalismos. Porco después, coincidimos en la sala de reuniones a la espera de abordar no se qué orden del día. Nos escrutamos, como suelen hacer los humanos la primera vez que se ven. Él era un hombre grande, de bonitos ojos azules y pelo rizado. No ocultaba su acento cubano ni trataba de ser quien no era. Y como era quien era, mostró sin disimulo su interés por mí, interés que se expresaba en la típica evaluación sexual y grandes dosis de curiosidad personal. La novedad era que esto último sonaba sincero. Por mi parte, no sabía cómo clasificarlo y preferí permanecer a la expectativa. Pero como también soy quien soy, respondí a sus preguntas sin esconderme.
El tiempo pasó y en aquel mundo en el que nos movíamos rodeados de un equipo de profesionales latinoamericanos y españoles, fuimos aprendiendo el uno del otro. A menudo yo no tenía más remedio que avergonzarme de algunos españolitos que nos rodeaban que, solo por serlo, creían poseer algún tipo de superioridad. Eran esos que en realidad no sabían nada pero creían saberlo todo, típicos seres insulsos amparados, entonces, en una prosperidad nunca antes vista en nuestro país.
Muchas veces me he preguntado si yo no sería un poco como ellos, aunque no por española, sino simplemente por creída, pero si alguna vez tuve esa tentación Joaquín no tardó en ponerme en mi sitio. Claro que yo le puse otras tantas en el suyo y luego otros amigos de aquí y de allá entraron en el juego y aprendimos a razonar (y discutir) juntos sobre lo divino y lo humano hasta altas horas en torno a una guitarra, canciones de Silvio, vodka de las estepas asiáticas donde pacen los bisontes (Joaquín dixit), tequila reposado o una Choriguer mallorquina.
Pero para no irme por las ramas, traeré a estas páginas un atardecer en que Joaquín y yo habíamos viajado juntos a un evento de escritores latinoamericanos que tenía lugar en Gijón y paseábamos por el paseo de San Lorenzo. Aquella tarde hermosa y apacible sirvió para una conversación llena de complicidades que empezaron con literatura y siguieron con películas preferidas, viajes iniciáticos, relatos de amores y desamores y, por supuesto, posiciones políticas juveniles, comunistas en ambos casos, aunque de tendencias muy distintas. Habíamos comentado muchas veces lo extraño que nos resultaba el nacionalismo y lo identitario, algo que venía a cuento por el tema del evento que giraba en torno a la literatura en español, pero también por las dificultades que por entonces tenía él para regresar a la isla o su rechazo a asumir su cubanidad en contraste con su facilidad para adaptarse a la vida en Madrid. Por mi parte, siempre había expresado lo ajena que me sentía a lo español como idea asociada a valores, a una forma de interiorizar la historia o cualquier otra estupidez trascendente por el estilo.
Retomamos entonces una conversación inacabada sobre las patrias (él venía del país de patria o muerte y yo, del de un destino en lo universal) y reflexionamos sobre la magia que encierra el hecho de que dos individuos que han leído un mismo libro y lo saben, pueden esbozar media sonrisa y reconocerse en un solo instante, sin más.
Y llevados por el entusiasmo de las coincidencias significativas alumbramos una visión que nos hizo convenir que él y yo representábamos a los auténticos compatriotas.
Esto era así porque más allá de circunstancias ajenas a nosotros mismos, había una patria real que nos unía más que un himno, una bandera o un territorio. Esa patria eran los libros que habíamos elegido leer y los pensamientos que nos inspiraron, las películas que nos abrieron la mirada a otros mundos, las canciones que nos conmovieron, la curiosidad y las dudas… las utopías compartidas (y cuestionadas) casi a la vez desde distintos continentes. Nuestra patria tangible y preciosa era el universo mental forjado por propia voluntad, un universo capaz de articular coincidencias fundamentales en torno a una mirada común y libre. La de personas nacidas en circunstancias, familias, territorios y contextos muy diferentes pero capaces de soñar lo mismo. Personas que se reconocían en un lugar construido en torno al sueño de muchos sueños.
Hablando de coincidencias, mucho más tarde, cuando faltaba poco para que muriese, Joaquín me regaló un libro sobre otro de sus compatriotas, un músico cubano al que quería mucho. Se titulaba Santiago Feliú, un hippie en el comunismo.
Lo acompañó con una dedicatoria que sigue inspirando mis ideas sobre estos asuntos de naciones, patrias, familias e identidades.
Para Isa, este recuerdo habanero de su hermano Joaquín -escribió como despedida.
Hacía tiempo que, sin apenas darnos cuenta, mi compatriota, amigo y a la postre hermano, había establecido la única forma de pertenencia que éramos capaces de entender.