(Piaget)
Esta semana me enfrento a un escenario dual en el que conviven una de mis mayores pasiones no profesionales con uno de los momentos que más me irrita y genera en mí un ansía casi homicida. Los dos próximos días interrumpiré mi consulta para visitar un evento del deporte más psicológico que existe: el tenis. Esa lucha contra el rival de enfrente y con el enemigo interno en la que no sabes si te puede dañar más el revés cruzado que te obliga a perder la línea de fondo o la duda obsesiva que te martillea en el interior de tu mente.
Sí, para mi suerte y desgracia, la vocación psicológica me acompaña fuera de la consulta, ¡qué más quisiera yo que poder apagar el interruptor! Por un lado, es una bendición. Ver la técnica del golpe, la construcción de la jugada, imaginar lo que pasa por la cabeza del jugador, ver a ese tenista tan brillante como inconstante, intuir que esa cabeza está apunto de colapsar y cometer un fallo crucial, admirar el aguante y la constancia del que resiste… esa es la parte positiva.
Pero querido diario, mi pasión es también mi tortura y es que un grito siempre martillea mi cabeza. Su forma preferida es ¡Vamos Rafa! Ese grito que viene desde el público en el momento en el que no toca, ese grito que solo es una necesidad testosterónica de llamar la atención por parte de una persona que quiere disfrutar de un absurdo y efímero momento de gloria, ese grito que me irrita profundamente y que saca mi vena borbónica en la que deseo responderle ¡Pero porqué no te callas!, y mi vena homicida en la que desearía tener un rifle….y mejor no sigo que aún no confío tanto en ti, querido diario.