(Piaget)
“Y cuanto más los temía, más los odiaba”. “Los odiaba sin saber nada de ellos”. “Racionalicé matar pensando que había salvado varias vidas de los nuestros”. “Tiempo después me encontré con uno de sus pilotos. Le miré y pensé ¿cómo pudo lanzar bombas?”. Son frases con las que me he encontrado en mi convivencia durante los últimos meses con el documental “La guerra de Vietnam”, toda una experiencia psicológica alrededor de una guerra fruto de una pésima lectura del contexto.
Odios infundados. Temores construidos a golpe de imaginario colectivo, de la despersonalización del llamado enemigo, ese al que se envuelve en un aura de monstruo que pone en peligro nuestra identidad y existencia. Peligro que justifica nuestras acciones, por injustificables que éstas puedan llegar a ser. Justificaciones personales para soportar lo inhumano de los actos en la defensa de nuestro endogrupo y el ataque al exogrupo. Una guerra creada alrededor del ellos y el nosotros. Una falsa dualidad.
Una realidad del pasado traída a mi presente y que podría considerarse lejana hasta que un día caminando por la calle te cruzas con dos jóvenes de no más de 15 años. En el breve intervalo de poco más de 5 segundos en el que vuestros caminos se cruzan tus oídos alcanzan a escuchar un fragmento de una conversación mayor:
Interlocutor uno: ¡Esos solo saben trabajar!
Interlocutor dos: ¡Nos van a comer y quitar el trabajo!
Desconozco el inicio y el final de la comunicación y también quienes son los destinatarios de sus comentarios, pero el resto del camino mi mente visualizó a esos dos jóvenes como potenciales reclutas, elegidos por el infortunio de que su número salga en una lotería o por el de pertenecer a una familia sin los recursos necesarios para pagar al Estado y evitar su reclutamiento. Les visualizo temiendo y odiando a desconocidos y racionalizando sus actos en la defensa de los suyos. Quizás veo muchas películas. Quizás, Vietnam no esté tan lejos.