Hace unos meses una imperiosa necesidad de cambio me condujo al desafío de la experimentación plástica, un entorno que nunca había abandonado del todo y que, al igual que la escritura, suele ayudarme a reflexionar.
De esas reflexiones, (el mundo del arte simpatiza desde hace siglos con lo revolucionario, lo rupturista, lo original y lo nuevo), surgió una serie de obras que ahora califico de hiperteóricas, y que fueron capaces de concretar muchos de mis pensamientos.
O mejor, dieron forma a una idea que me venía rondando: la necesidad de volver la vista hacia la revolución.
Pero esa idea inspiradora para los artistas, si se aplica a los cambios políticos y sociales, resulta mucho menos atractiva cuando no abiertamente deplorable… tanto para los que son refractarios a los cambios que pongan en peligro privilegios en sintonía con las ideologías de derechas como para los que querrían que las cosas cambiaran sin necesidad de traumas y tratan de mantener con vida el espíritu de la socialdemocracia. Para estos últimos, la palabra revolución evoca sufrimiento y autoritarismo en lugar de novedad, justicia o libertad.
Lo malo es que a estas alturas, tras 40 años de fracasos de esa línea de cambio tranquilo, hemos comprendido que evitar los traumas del cambio resulta cada vez más difícil, cuando no imposible, si no se renuncia al cambio mismo.
Fuerzas cada vez más poderosas y globales se reagrupan una y otra vez para que así sea.
Baste señalar para comprenderlo el sufrimiento y la pobreza en el que viven millones de seres humanos, el desastre ecológico en el que el capitalismo del crecimiento ilimitado han sumido al planeta, la insistencia del patriarcado en mantener en un brutal sometimiento a millones de mujeres o la insensibilidad general hacia otros seres vivos compañeros de viaje de la aventura humana de existir.
Con este panorama, el espacio que queda para una evolución no traumática que asegure la posibilidad de cambios no cosméticos que nos aproximen a algo parecido al estado del bienestar en el mundo, se me antoja imposible.
Porque la ausencia de traumas es inexistente, por ejemplo, para los periodistas agredidos, detenidos o asesinados cada día en medio mundo ni para las víctimas de trata o de violencia machista ni para los negros estadounidenses cuyas vidas importan. No esforzarse por romper con situaciones tan injustas confiando en que las cosas evolucionen por su propio devenir es un lujo que no se pueden permitir millones de seres humanos ni sus hijas o las hijas de sus hijas.
Por todo eso, por esa falta de garantías de que solo con los votos del primer mundo pueda producirse un cambio que alivie tanto sufrimiento, creo que es necesario explorar las posibilidades actuales de las ideas revolucionarias.
Y para eso, me apresuro a aclarar qué entiendo en una primera aproximación por ideas revolucionarias. Me refiero a cualquier acción o propuesta individual o colectiva que pretenda cambiar de forma radical aspectos relevantes de las sociedades humanas para aminorar el sufrimiento de los seres que habitamos la tierra en consonancia con las ideas socialistas, garantizando los Derechos Humanos tanto en el primer mundo como en el resto del planeta y asegurando la continuidad de una vida armoniosa sobre la tierra.
Es cierto que se trata de una conceptualización amplia y hasta cuestionable, habida cuenta de que ni todas las revoluciones tienen por qué ser socialistas ni están excluidas las revoluciones conservadoras.
Por eso creo que ese punto de partida nos acabará obligando a considerar las grandes revoluciones de la historia que derribaron por la fuerza el orden existente o la revolución conservadora que barrió a la socialdemocracia a partir de los años 80 en EEUU y Europa y dejó tocada la democracia misma.
Igual de necesario será poner el foco en los cambios que proponen movimientos como el animalismo, el Me too o el black lives matter… sin olvidar propuestas revolucionarias aparentemente más modestas o procedentes de ámbitos distintos del social o político y que, sin embargo, pueden ser capaces de actuar de palanca para producir transformaciones más amplias.
Todo esto nos obligará por tanto a reflexionar sobre las revoluciones, actos, propuestas o corrientes revolucionarias que conocemos. De su análisis es posible que cambiemos nuestra forma de entender la revolución, pero también que nos convenzamos de la necesidad de abordar los cambios, cualquier cambio, desde una perspectiva radical, es decir, verdadera.
Y para no alargarme en esta primera entrega introductoria sobre la revolución y mi simpatía por la esperanza que encierra y que alcanza a cualquier orden de la vida, adelanto mi hipótesis final:
Si no podemos o no queremos hacer una revolución a lo bolchevique, a la cubana o a la bolivariana, si nos sentimos más en sintonía con, por ejemplo, la revolución de los claveles, si simpatizamos con el feminismo radical o el animalismo; si nos emocionamos con Bansky o los graffitis que acompañaron el mayo francés; si no estamos dispuestas a ser nunca más las criadas de los hombres en nuestro propio hogar, si queremos hacer el amor y no la guerra pero no aceptamos que nos impongan un modo de amar o de vivir, es probable que tengamos que distanciarnos de las experiencias revolucionarias del pasado para alentar una visión que hable de revoluciones y no de una única propuesta totalizadora que crea estar en posesión de todas las respuestas, de contar con algún tipo de superioridad moral o de merecer el liderazgo.
De nuestra capacidad para que esas corrientes dialoguen entre sí y acaben encontrándose dependerá la posibilidad de alcanzar la mutación que necesitamos.