Me desdigo de las dudas finales de mi carta anterior, Julia.
Lo más atroz de ningún modo puede ser insignificante porque el sufrimiento de cada persona torturada o esclavizada existe realmente, incluso ampliado por la consciencia, tan típicamente humana… por más que todo acabe con la muerte y, más allá, con la danza silenciosa de las estrellas.
Y quizá por deformación profesional, tengo el convencimiento de que la expresión, incluso la denuncia, de ese sufrimiento es el origen de todo sentido humano.
Por eso creo que el silencio es la peor de las opciones.
De nuestros genes emana la necesidad de un reconocimiento mutuo sin el cual nuestra existencia se desvanece. No somos nada sin los otros, mientras que con ellos llegamos a tener la sensación de una inusitada capacidad de trascender (y de ser felices, por qué no decirlo)
Lo que no se cuenta, no existe, dicen algunos egocéntricos; pero no es cierto; el problema es que aún existiendo con una intensidad infinita, el silencio escamotea el eslabón de una cadena de escrutinios, de ensayos, de tanteos que si se rompe, nos obliga a empezar una y otra vez la tarea de entender, de entendernos, .
Infinito, el sufrimiento anónimo y silencioso; infinito el valor de cada vida humana, por única; infinito, dicen, el universo. Una lucha de infinitos que se expanden en el espacio sideral o se contraen dentro del alma dolorida.
Poéticas aparte, yo sigo reivindicando el sentido de lo humano. Necesito hacerlo para seguir hilando día tras día las crónicas de sucesos con las que me gano la vida.
Si alguna vez consigo descubrirlo, o simplemente entreverlo, ten por seguro, Julia, que lo contaré.