La niebla mental se ha apoderado de mi cerebro. Como las neuronas no se ven bien unas a otras no establecen las correspondientes sinapsis y estoy en un estado de semiletargo. Si me dedico a cosas donde soy una espectadora u oyente pasiva, las palabras e imágenes entran en mi cabeza y se ordenan permitiéndome incluso formar opinión. Pero es una opinión sesgada pues no estoy para análisis complejos: me invade la ira, no quiero oír más sobre algunas cosas, no soporto las tonterías. Es como si la parte de mi mente que procesa las servidumbres de la socialización no funcionara bien. He perdido el respeto por el adversario y por las mujeres que se han rendido a los encantos del patriarcado. Así, no tolero las defensas del sistema prostitucional, ni las bondades de la pornografía ni el altruismo de convertir a una mujeres en un receptáculo gestante. Tampoco aguanto las justificaciones de la guerra de Ucrania, ni que el Real haya cancelado al Bolshoi para contratar a una compañía ucrania ni que las mediocridades que nos gobiernan hagan y digan sus cosas de mediocres.
Pero me queda la memoria. La mía y la de las mujeres con las que charlo dos veces por semana. La mía y la de mis amigas. La mía y la de mis compañeras de instituto, de facultad, de lucha, de vida.
Ahora que nos quieren convencer de que somos mojigatas e ignorantes nos relatamos unas a otras lo que recordamos de cómo fueron las cosas, de cómo éramos, de cómo eran ellos, de qué sucedió y por qué decimos lo que decimos.
Y de los libros leídos, las películas vistas, las músicas escuchadas, las batallas libradas, las ganancias y las pérdidas.
Y comprendo que tengo que hacer un esfuerzo por disipar la niebla. Hay que recuperar el relato y escribirlo y darlo a leer. Hay que completar el rompecabezas que es el pasado combinando las miradas de las protagonistas y precisando los recuerdos de unas con los de otras.
Y si, a pesar de todo, nos derrotan definitivamente, habremos escrito una bonita historia para ser recordadas. Que no es poco.