Un siglo después de la República de Goethe

El 1 de abril de 1919 Walter Gropius fundó en la ciudad alemana de Weimar la Escuela de la Bauhaus con el lema “Arte y tecnología, una nueva unidad”. Esta escuela de arquitectura y diseño, de obra colectiva, dominada por su preocupación por las nuevas formas de cultura de masas y por el desarrollo de los nuevos medios, que ampliaba por primera vez los horizontes culturales del ciudadano común con la radio, el cine, la fotografía y el gramófono, fue el mejor símbolo del cambio cultural que vivió una Europa en crisis, durante el periodo de entreguerras, hace ahora justamente un siglo en la República de Weimar.
En una Alemania que vivía la derrota de la guerra y el fracaso de la revolución, se había proclamado la república, gobernaba por primera vez un gobierno socialdemócrata y, en Múnich o Berlín, florecían grandes espacios de libertad y cultura. Pero, al mismo tiempo, la inflación galopante y la crisis económica mundial estaban incubando un nuevo monstruo totalitario y antidemocrático apoyado en la xenofobia, el machismo autoritario, el nacionalismo y la manipulación de la opinión publica. Una Europa en crisis civilizatoria con demasiadas similitudes con nuestra situación actual. Una época que hoy vuelve a la actualidad con la publicación de varios libros que exploran su explicación y sus semejanzas con el presente, porque a pesar de las grandes transformaciones, el pasado se cierne sobre nosotros.

La República de Weimar
La primera gran guerra europea había acelerado su final tras la revolución bolchevique. Alemania, la potencia imperial derrotada, se había convertido en la caja de resonancia de todos los conflictos europeos. Pero sobre el fracaso de la intentona revolucionaria, acogió un experimento político inédito, la República de Weimar: un ensayo socialdemócrata que terminaría mal, una década de florecimiento cultural y libertad, un espejismo histórico en el que germinaría lo mejor y lo peor que podía dar de sí Europa en el siglo XX.
Guerras, revoluciones, conspiraciones, crisis económicas y corrupción política, no impidieron que una ciudad alemana se constituyera en la vanguardia de la modernidad. En aquellos años, Berlín fue el olimpo de los artistas. Allí se produjo una revisión de los valores y contradicciones de la burguesía y emergieron nuevas ideas que cuestionaban tanto la monogamia, el papel de la mujer, o la cultura productivista. Ideas que en los años 30 también se vivieron en España con la II República, o en el fracasado Frente Popular francés, pero que no volverían a tener éxito en Europa hasta muchos años después, por ejemplo, en los años sesenta en Francia.
Todo empezó en noviembre de 1918, tras la rendición y el armisticio, los militares alemanes habían forzado la abdicación del Kaiser y ofrecido el gobierno a los socialdemócratas del SPD, partido mayoritario en el Reichstag, quienes automáticamente proclamaron en Weimar, la ciudad de Goethe, la República. Se trataba de adelantarse a la proclamación de la república soviética que buscaban Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. El triunfo soviético había tenido gran impacto en el movimiento obrero europeo, especialmente en Alemania, donde surgieron los consejos obreros y la organización de los espartaquistas. Ya por entonces, el enfrentamiento entre las izquierdas se hizo inevitable: los espartaquistas querían una república soviética y la mayoría socialista una democracia parlamentaria. El gobierno socialdemócrata aprobó una batería de medidas de recuperación de las libertades civiles, pero no se atrevió a alterar la vieja estructura de poder de los oficiales del militarismo prusiano y se vio obligado a pactar con las fuerzas más reaccionarias.


En Múnich se había declarado la república soviética bávara, después en Berlín, los consejos de trabajadores y soldados reclamaban una asamblea constituyente y la autoridad suprema del ejército. El Alto Mando militar reaccionó exigiendo al gobierno socialdemócrata evitar que esas propuestas se llevaran a la práctica. Fuerzas paramilitares, organizadas por el cuerpo de oficiales, reprimieron en enero de 1919 una insurrección en Berlín asesinando a los dirigentes del recién creado Partido Comunista Alemán, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Después arrojaron el cuerpo de Luxemburgo al canal de Berlín y empezaron a protagonizar una ola de terror blanco contra el peligro bolchevique. De 1918 a 1922, se sucedió una espiral de muertes y crímenes blancos y rojos, con enorme superioridad en la balanza para las víctimas revolucionarias, porque los tribunales actuaban contra los espartaquistas y protegían a la extrema derecha.

La clase intelectual crítica
Debido a la impunidad de los crímenes que se sucedían, para muchos alemanes de izquierda, los socialdemócratas del gobierno habían traicionado las esperanzas socialistas al confabular con el militarismo prusiano. El filósofo alemán Herbert Marcuse, como el resto de intelectuales, optó por el retiro y la escritura tratando de analizar por qué no había triunfado la revolución en Alemania: “en el país más industrializado y culto de Europa, el pueblo más filosófico y vanguardista y con la clase obrera más politizada del mundo capitalista, la revolución no se había producido”.
Durante el exilio suizo antimilitarista de la Primera Guerra Mundial se había forjado una nueva clase intelectual izquierdista alemana, que regresó a Berlín tras el armisticio. Además de proceder de familias judías asimiladas, como los Horkheimer, los Marcuse o los Adorno, eran librescos, neuróticos, inadaptados como lo había sido Franz Kafka y ahora el escritor Ernest Bloch o el ensayista Walter Benjamin, incapaces para la vida en el moderno capitalismo de sus padres burgueses, señala Stuart Jeffries en su biografía de la Escuela de Frankfurt titulada Gran Hotel Abismo, y que Francisco Uzcanga ilustra en El Café sobre el Volcán. Estos intelectuales críticos optaron por revolucionar no la calle sino la teoría marxista y crearon la Escuela de Frankfurt, que pretendía una obra multidisciplinar que llamaron teoría critica, en oposición a los tres grandes relatos trasnochados del siglo XX, el capitalismo, el comunismo estalinista y el nacionalsocialismo.
Por la otra parte, en el movimiento conservador, se cultivaba la hostilidad filosófica hacia las masas y su pretensión de participar en la cultura. Nietzsche y Oswald Spengler, con sus profecías arrogantes de La Decadencia de Occidente, descalificaban a la Republica: “la revolución de la vulgaridad”, y reclamaban un socialismo prusiano y antimarxista. Ernest Junger tradujo su experiencia de guerra en una apología nihilista de la acción. Heidegger también denigró la República. La Alemania imperial había sido radicalmente hostil a la modernidad. Las universidades habían sido nidos del idealismo militarista y centros de resistencia al arte moderno. Judíos, demócratas y socialistas seguían excluidos de esos recintos de alta cultura.
Pero ahora, los socialdemócratas habían fundado una democracia republicana en la ciudad de Goethe. Weimar era el símbolo de Goethe, del idealismo alemán. Los ideales de Weimar, entre Goethe y Schopenhauer, procedían de la guerra, de la revolución y de la democracia. Aquello había entusiasmado, tanto a Rainer María Rilke, como a Georg Lukacs o a Bertolt Brecht, porque veían el fin del militarismo, pero luego, la impunidad de los crímenes contra los espartaquistas, les decepcionaron. Y es que no todo fue edad de oro en los felices años 20, también hubo fatalismo que presagiaba el mal final que se empezaba a gestar. El desencanto había llegado pronto y la alianza de la derecha y el nazismo favorecería los malos presagios frente al desorden desmovilizador y la desunión de la izquierda. Después de cuatro años de guerra imperial, la República de Weimar iba a ser breve y agitada: 14 años, entre el 9 de noviembre de 1918 y el 30 de enero de 1933, cuando se nombra canciller a Hitler.

Pero a pesar de ser saboteada por la derecha antidemocrática y por los comunistas de la internacional, llegó a ser una época de florecimiento cultural en la danza, teatro, arquitectura, cine, novela, pintura y música. Esa iba a ser su auténtica herencia: el expresionismo como arte popular frente al impresionismo burgués y el dadaísmo como movimiento de rebeldía contra el arte establecido. Para 1924, la ciudad de Berlín ya había iniciado una carrera que acabaría convirtiéndola en una de las metrópolis más optimistas del mundo. Desde el fin de la guerra y tras la caída del imperio austrohúngaro, Berlín había suplantado a Viena como capital cultural centroeuropea y superado en muchos aspectos a Paris como el lugar más moderno de Europa occidental. Una ciudad con una nueva arquitectura de pasajes y bulevares comerciales para imitar el Paris del siglo pasado.
En 1924, el año en el que se publicó La Montaña Mágica de Thomas Mann, Bertolt Brecht, ya famoso dramaturgo, se trasladó también a Berlín y poco a poco se iría desplazando ideológicamente hacia la izquierda hasta que en 1928 estrenó La ópera de cuatro cuartos contra los mitos de la burguesía. Pero también fue la ciudad en la que Stefan Zweing proyectó todo el horror de su visión: “La Babel del universo. Bares, ferias de atracciones, clubs selectos… Ni la Roma de Suetonio había conocido orgias como las de los bailes berlineses de travestidos… en medio del hundimiento general de valores…“ En el lado opuesto, Heidegger también la consideró una moderna babilonia y se negó a vivir en ella.

Centro de la prensa mundial
A mediados de los años 20, la vida en Alemania y Berlín había mejorado, descendía el paro, aumentaron los sueldos, el extremismo político había menguado. Alemania ingresaba en la ONU, comenzaba a salir de su aislamiento y generaba un apasionado interés por la actualidad cultural. Los periódicos hablaban de los acontecimientos culturales y artísticos en lugar de política. Los cronistas sitúan en el Berlín de 1926 la existencia de numerosos periódicos, con varias ediciones al día para satisfacer el ansia lectora de los berlineses. Entre los periodistas destacó el escritor judío Joseph Roth que marchó de Viena a Berlín para ganar dinero escribiendo. Era el nuevo centro de la prensa del mundo germano. Roth que también fue corresponsal por Europa nunca tenía casa propia, vivía en habitaciones de hotel y escribía en los famosos cafés.

La periodista Sylvia Von Harden a los 31 años, pintada por Otto Dix en una mesa de café, refleja el nuevo papel que empezó a desempeñar la mujer en ese tiempo. Al terminar la primera guerra, las mujeres jóvenes y urbanas se negaron a quedar relegadas al papel de amas de casa y niñeras, y reclamaron mayor presencia en el mundo laboral. La constitución de Weimar reconocía el sufragio femenino y casi el diez por ciento de los diputados fueron mujeres, lo que no volvió a producirse hasta muchos años después, en los años 80. Las nuevas parlamentarias sacaron adelante leyes a favor de las mujeres, la protección a la maternidad, el seguro social del trabajo a domicilio, la posibilidad de ejercer de juezas.
A comienzos de los años 20 trabajaban en Alemania casi el 35% de las mujeres. La liberación de las costumbres se veía en las calles. Por Berlín paseaban mujeres con el pelo corto, traje masculino y zapatos planos, que iban al trabajo y disputaban al hombre su posición. Esas mismas mujeres que al anochecer salían con tacones altos, falda corta y un cigarrillo con boquilla. Fueron esas mujeres las que lucharon por la liberación del aborto y el derecho a decidir sobre el propio cuerpo. Al igual que Sylvia Von Harden, el segundo modelo femenino de entonces retratado por Dix fue la bailarina de 25 años Anita Berber, icono sexual de la vida nocturna berlinesa. Su espectáculo se llamaba “Danza del vicio, del horror y del éxtasis”. Una serie reciente de éxito de la televisión alemana, Babylon Berlín, recrea perfectamente el final de esos años veinte.

La capital del Cine
No solo fue el Berlín de la prensa, el teatro y los cabarets nocturnos, sino que se convirtió en el centro de la producción cinematográfica europea. Fue la ciudad del cine, que también acogió al austrohúngaro Billy Wilder, antes de huir a Hollywood. Muchos escritores se sintieron atraídos por el nuevo arte. Joseph Roth también escribió cientos de guiones. Este boom de la industria del cine respondía muy bien al ansia de entretenimiento que tenía el público. Se hizo cine tanto de evasión como grandes obras: Nosferatu de Murnau, Doctor Mabuse de Fritz Lang. Se había alcanzado por fin el mito audiovisual, la mezcla de imagen y sonido como panacea de lo tecnológico y artístico. El cine mudo y el sonoro convivieron hasta finales de la década.
La voluntad de los artistas de intervenir en la vida cotidiana los llevó a trabajar en el grafismo, la publicidad, la moda, el diseño industrial, y a explorar los nuevos medios de masas. La radio tenía un enorme potencial como instrumento de combate político, en el que tanto Bertolt Brecht como Walter Benjamin colaboraron con guiones y programas. También los discos de gramófono dieron una extraordinaria difusión a las canciones teatrales y el cine, “la literatura de los que no leen”, que había desarrollado su lenguaje artístico a partir del expresionismo, también evolucionaria hacia una nueva conciencia: con la obra maestra de Lang, Metropolis de 1927, formalmente expresionista, pero desde una perspectiva social.
El fundador de la Bauhaus, Walter Gropius desarrolló una nueva arquitectura creada precisamente para evitar la esclavitud del hombre por la máquina. Había que remediar los males de la modernidad con más modernidad. Una filosofía sin miedo a la mecanización. El enfoque integral de La Bauhaus concebía la arquitectura y el diseño actual como un arte social hasta que el gobierno nazi cerró su sede en Berlín.

La crisis y el triunfo de la cultura reaccionaria
Esta democracia republicana, que estuvo marcada por la libertad y la creatividad, fue muriendo a base de sucesivas decepciones y de poderosos enemigos. Tras los años dorados, vino la ruptura del consenso político y las consecuencias dramáticas de la crisis económica, lo que provocó el triunfo de la cultura reaccionaria, que representaba Oswald Spengler, Ernest Junger o Carl Schmitt, quienes iban proporcionando la munición para que Hitler pudiese alcanzar el poder. El nazismo condenó la cultura y el arte moderno alemán, con la quema de libros y la persecución de autores, músicos y directores de cine. Para recuperar el orden perdido había que recuperar el nacionalismo patriotero frente al cosmopolitismo idealista de Weimar.
La inflación no dejó de crecer y afectó gravemente a comerciantes y pequeños propietarios. En 1929, la economía alemana, que era la segunda más potente del mundo, cayó en picado tras la crisis de Wall Street. En 1930 los nazis habían avanzado electoralmente porque amplias capas de las clases medias no se sentían representadas, ni por los partidos de izquierda que defendían a los obreros, ni por los de derecha que defendían a los empresarios.


La depresión, el paro y la crisis propiciada por las divisiones políticas desembocó en las elecciones que auparon a los nazis. Entonces comenzaron de nuevo los enfrentamientos callejeros. El responsable de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, convirtió las emisiones de radio en un gran elemento movilizador de los jóvenes. Buscaban el sabotaje de toda actividad cultural y la manipulación reaccionaria. El antisemitismo se generalizó en las universidades. Los movimientos juveniles y las organizaciones estudiantiles se politizaron hacia la derecha, concibiendo como viejos corruptos y caducos a los hombres que habían traído la Republica. En 1931, los estudiantes universitarios rechazaban a los judíos y poco tiempo después Hitler era canciller del Tercer Reich. Para entonces, los hombres de Weimar comenzaron a dispersarse a través de la emigración, la muerte en los campos de exterminio y el suicidio.
Como el escritor y revolucionario judío Ernest Toller, que tras declararse la guerra en 1939 se suicidó. Joven burgués, pacifista, escritor y dramaturgo, nacido en Prusia, había combatido como voluntario en la guerra. Posteriormente también había participado en la insurrección bávara, y tras su represión había sido encarcelado. Más tarde Toller reconocerá amargado: “Hemos fracasado todos. Todos son culpables, todos han demostrado su incapacidad. Tanto los comunistas como los socialistas independientes. Después de que los trabajadores confiaran en nosotros, como podemos ahora asumir nuestras responsabilidades.” En 1933, privado de su ciudadanía, abandonó Alemania, hacia Londres y después a Nueva York, donde se ahorcó en la habitación del hotel el 22 de mayo de 1939. Joseph Roth al enterarse de su muerte se dedicó a beber hasta que le dio un colapso, le internaron y a los cinco días también murió. El 20 de diciembre de 1935, ya lo había hecho Kurt Tucholsky, periodista que firmaba con el seudónimo Kaspar Hauser, escritor critico de la peor Alemania, y que había sido primero soldado, después antimilitarista, defensor de la Republica, y luego desterrado; que se tomó una sobredosis de barbitúricos para dormir lamentando que su obra tuviera “éxito sin consecuencias”. En 1940 se suicidaría Walter Benjamin huyendo de la Gestapo en Portbou. Stefan Zweig lo haría el 22 de febrero de 1942 en Petropolis, donde se había desterrado junto a su mujer.
El último episodio de esta historia había empezado con la quema de libros por parte de las asociaciones estudiantiles nazis en mayo de 1933: “La época del intelectualismo judío ha terminado y el triunfo de la Revolución alemana deja de nuevo paso franco al espíritu germano…” dijo Goebbels, el gran conspirador cultural. El escritor francés, Eric Vuillard, en su libro El Orden del Dia, refiere los centenares de suicidios que se contaban por semanas en 1938, y describe la infamia, la vileza y la resignación que rodeó el ascenso del nazismo en Europa como una lección olvidada. Justo un siglo después, esta misma Europa en crisis, mientras sueña con la inteligencia artificial, parece incubar nuevos fantasmas de regresión histórica, crisis económica, xenofobia, machismo, nacionalismo y posverdad.

Publicado en TintaLibre: la República de

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